Ayer mientras comíamos en familia platicaba con mis hijos acerca de la importancia de que tuvieran su tiempo devocional diario con Dios, que leyeran su Biblia y que no descuidarán sus disciplinas espirituales. Mientras conversaba con ellos se me vino una imagen a la cabeza que me gustaría compartir contigo.
Nosotros somos como frascos llenos de sal. Esa sal es la relación que tenemos con Dios y cada vez que oramos y leemos su palabra estamos apretando más la tapa de nuestro frasco de manera que nuestra relación se encuentre a salvo. Lo que no te he dicho es que somos frascos en medio del océano. Este mundo es el océano y estamos rodeados por él por todas partes.
Mientras la tapa esté bien puesta no tenemos por qué preocuparnos, nuestra sal estará a salvo. El problema es que cuando dejamos de orar y de leer nuestra Biblia, cuando dejamos de mantener una estrecha relación con Dios, lo que estamos haciendo es aflojar un poco la tapa de nuestro frasco. Esto permite que una gotita de agua se cuele y se eche a perder un poco de sal. Pero mientras más descuidamos nuestra relación con Dios, más aflojamos la tapa hasta que es demasiado tarde y el agua de este mundo se ha metido a nuestro frasco y ha disuelto la sal.
He platicado con personas que han conocido a Dios pero que han permitido que su sal se disuelva y olvidan su primer amor. Aún cuando Dios en su misericordia no les ha permitido perderse por completo su relación con Dios nunca vuelve a ser lo mismo que era al principio. He conocido a otros que se alejaron del camino y están perdidos en un mar de distractores y filosofías, por quienes ruego que algún día encuentren el camino a casa.
¡Pero tú y yo tenemos una oportunidad increíble! Sabemos en quién hemos creído y él nos conoce. Conozcámosle tal cuál es y mantengamos viva nuestra relación en oración, en ayuno, en lectura de la Palabra, en servicio, en amor, en comunión con los hermanos…
¡Nosotros somos la sal de la tierra porque Cristo nos ha redimido!