Quizás en toda la historia de la iglesia no ha habido un predicador más poderoso y persuasivo que el apóstol Pablo; sin embargo, unas de las peticiones que comúnmente hacía a las iglesias era que oraran por él (Rom. 15:30; Ef. 6:19-20; Col. 4:2-4; 2Ts. 3:1-2).
Estudiando la carta a los Colosenses, vimos recientemente cómo Pablo pedía a los miembros de esta iglesia que oraran por él, no sólo para que Dios le abriera una puerta para predicar Su Palabra, sino también para que pudiera hacerlo en una forma apropiada:
“Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias; orando también al mismo tiempo por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el misterio de Cristo, por el cual también estoy preso, para que lo manifieste como debo hablar” (Col. 4:2-4).
En otras palabras: “Oren para que yo encuentre las palabras más precisas y claras, las ilustraciones más apropiadas, los argumentos más convincentes, de tal manera que todos los que me escuchen puedan entender el mensaje. Oren para que Dios me libre del temor a los hombres, y yo pueda predicar con toda confianza y libertad, movido únicamente por el deseo de que los pecadores sean salvados”.
Eso es lo que todo predicador necesita: que las iglesias supliquen a Dios por ellos, no sólo para que Dios les abra puertas para predicar el evangelio de Cristo, sino también para que puedan aprovechar esas oportunidades predicando la Palabra con claridad y poder, para la salvación de los pecadores y la edificación de los creyentes.
Predicar con claridad no es una tarea fácil. O para ser más preciso: eso es algo que no puede hacerse sin la ayuda de la gracia de Dios. Es por eso que si queremos ver a Dios obrando en medio nuestro es imprescindible que peleemos nuestras batallas de rodillas.
Oremos, entonces, con un sentido de urgencia por aquellos que ministran la Palabra de Dios; porque si hay algo que este mundo y las iglesias necesitan, son hombres fieles que proclamen el evangelio de Cristo con claridad y poder del Espíritu Santo, respaldados por un ejército de hombres y mujeres que oran incesantemente por ellos.