Cada domingo millones de cristianos alrededor del mundo asisten a las reuniones de su iglesia local y escuchan a un predicador exponer un pasaje o un tema de la Palabra de Dios. Ese es uno de los medios de gracia más poderosos que Dios usa para salvar a los pecadores y santificar a los creyentes. Y precisamente por eso, en esta ocasión quisiera responder la pregunta que sirve de título a esta entrada: ¿Cuáles son las características que hacen que un sermón sea un buen sermón? Poniéndolo de otro modo, ¿cuáles son los elementos esenciales que poseen todos aquellos sermones que generalmente son más usados por Dios para la salvación y edificación de las almas?
En primer lugar, su contenido es el mensaje de la Palabra de Dios.
Un sermón, por encima de todas las cosas, es una exposición fiel del mensaje contenido en el texto o pasaje de las Escrituras que está siendo expuesto. En 2Cor. 5:20 Pablo se refiere a los ministros del evangelio como embajadores del Dios de los cielos; mientras que en Hch. 20:25 se refiere a sí mismo como un heraldo del reino de Dios. En el mundo antiguo la función del heraldo no era otra que la de transmitir con fidelidad la mente de su Rey. Es por eso que se requerían dos cosas para ser un buen heraldo: la primera, obviamente, era tener buena voz; la segunda, un carácter confiable. El rey debía estar seguro de que podía confiar en esa persona como un transmisor fiel del mensaje que se le había encomendado (comp. 1Cor. 4:1-2). Esa es la encomienda de Pablo a Timoteo: “Predica la Palabra” (1Tim. 4:2).
Ahora bien, cuando hablamos de predicar la Palabra lo que queremos decir no es meramente que el ministro verdadero no predica el contenido del Corán, o del Libro del Mormón, o de los escritos de Elena G. de White. Se supone que ningún ministro del evangelio hará tal cosa. Lo que queremos enfatizar es que el ministro del evangelio debe estar seguro de que en verdad está entregando el mensaje de la Biblia; no porque cita un texto aquí y otro allá que parecen apoyar sus ideas, sino porque, a través del estudio diligente y una exégesis cuidadosa de las Escrituras, este hombre ha desentrañado el verdadero significado del texto, pasaje o tema bíblico que está exponiendo.
En segundo lugar, un sermón se distingue porque posee unidad.
La unidad es una característica esencial del sermón. El predicador no es un comentario bíblico ambulante. Es el portavoz de un mensaje. Y esta distinción es de suprema importancia. Algunos entienden que predicar es lo mismo que comentar un pasaje de las Escrituras, explicando lo que significa el vers. 1, y luego el 2, y el 3, y así sucesivamente. Pero eso no es un sermón, eso es un comentario bíblico hablado.
Un sermón es un mensaje, un mensaje que extraemos de las Escrituras a través de un trabajo exegético concienzudo y que transmitimos a través de la predicación. Ese mensaje tiene sus partes, sus divisiones, variedad en las ideas, pero todas sus partes, divisiones e ideas conforman un todo. Y es a ese “todo” que llamamos el sermón. Por eso alguien ha dicho que el sermón debe ser como una bala y no como una munición. La munición se abre en muchos fragmentos, mientras que el sermón va dirigido hacia un objetivo en particular. Cuando un sermón carece de unidad es posible que algunas frases sueltas tengan cierto efecto en la mente de algunos, pero el sermón como tal probablemente no será muy eficaz.
En tercer lugar, un buen sermón posee orden.
El orden de una exposición es muy importante para que pueda ser entendida y recordada por aquellos que nos escuchan. Nuestro Dios es un Dios de orden (1Cor. 14:33, 40), y Él nos hizo de tal manera que captamos mejor las cosas cuando son presentadas en una forma ordenada y secuencial. Si comenzamos a contar “1, 2, 3, 4”, todos esperan que sigamos con el “5”, no con el “16”. O si digo “a, b, c” nadie espera que salte a la “r”. Dios nos hizo así; nos dio una mente que capta mejor las cosas cuando son presentadas en un orden lógico.
Si queremos informar el entendimiento de nuestros oyentes debemos presentar el material bíblico en un orden lógico. Traer delante de la congregación un montón de pensamientos desordenados sobre un mismo asunto, por más buenos que sean, no le hará mucho bien al auditorio. El efecto que puede producir un ejército, no es el mismo que produce una turba.
Debemos dividir nuestros sermones en encabezados que sean fácilmente recordados, y arreglar nuestro material de tal manera que nuestras ideas y argumentos sigan uno al otro en una forma natural y fluida. El gran predicador del siglo XX, Martyn Lloyd-Jones, dice lo siguiente al respecto: “Debe haber progresión en el pensamiento… cada uno de (los) puntos (del sermón) no es independiente, ni tampoco del mismo valor que los demás. Cada uno es parte del todo y en cada uno debes avanzar y llevar el asunto más allá. No estás simplemente diciendo la misma cosa un número de veces, estás apuntando hacia una conclusión” (Preaching and Preachers; pg. 77).
Tomen la carta de Pablo a los Romanos. Allí el apóstol Pablo desglosa el contenido del evangelio, y podemos ver en su presentación que él va siguiendo un orden lógico: “Deseo ir a Roma a predicar el evangelio” (Rom. 1:13-15). ¿Por qué ese anhelo de ir a la capital del imperio a proclamar un mensaje que podía poner en riesgo su vida? “Porque el evangelio es poder de Dios para salvación” (1:16). ¿Y por qué el evangelio es un instrumento tan poderoso? “Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe” (1:17). Pero ¿por qué necesitamos ser salvados por medio del evangelio? “Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres…” (1:18). Y así podríamos analizar cada una de las epístolas del Nuevo Testamento.
Debemos presentar las Escrituras en una forma ordenada. Eso no solo será de gran ayuda para el predicador, porque recordará su bosquejo más fácilmente y podrá presentar sus argumentos en una forma más convincente, sino que será de gran ayuda para los que escuchan. Alguien dijo una vez que una buena prueba que todo predicador debe hacerse para saber si tiene un sermón bien arreglado y ordenado, es ver si puede recordar de memoria, al menos los puntos principales del sermón. Si él no puede recordarlos, luego de haber estado una semana completa trabajando en él, ¿cómo quiere que la congregación lo recuerde luego?
En cuarto lugar, un buen sermón se caracteriza por su simplicidad.
A menos que seamos simples en nuestros sermones nunca seremos entendidos, y si no somos entendidos no podremos hacer ningún bien a las almas de aquellos que escuchan. Debemos hacernos entender, y eso no es una tarea fácil. Un siervo de Dios del pasado dijo con mucha razón: “Hacer que las cosas fáciles parezcan difíciles es algo que cualquiera puede llevar a cabo; pero hacer que las cosas difíciles parezcan fáciles es el trabajo de un gran predicador”.
Debemos proclamar el mensaje en una forma tal que todos puedan entendernos. El mensaje de la Palabra de Dios debe ser, para la mayoría de nuestros oyentes, claro y diáfano como la luz del medio día. Por supuesto, en una iglesia compuesta por personas de diversos trasfondos socio educativo, o en diferentes etapas de madurez cronológica o espiritual, es muy probable que algunas cosas del sermón no sean comprendidas por algunos. Pero debemos hacer el esfuerzo de hacernos entender por la mayoría.
En quinto lugar, el sermón debe ser relevante, aplicativo y persuasivo.
La finalidad de un sermón no es únicamente informar el entendimiento, sino persuadir al auditorio a la acción. Los oyentes deben ver cómo se aplica esa verdad que está siendo expuesta en su diario vivir. La aplicación en el sermón es como la dirección de una carta. Si no escribimos la dirección en el sobre, no importa cuán bueno y edificante sea su contenido no llegará a su destino. Y ¿cuál es el destino al que está supuesto a llegar el sermón? A todo el hombre, no solo a su mente, o a su voluntad o a sus emociones. Predicamos a todo el hombre.
Mover a un individuo a la acción sin informar su mente es mera manipulación. Pero informar la mente sin clarificar al auditorio qué hacer con esa verdad, y sin persuadirles a obedecer, es puro intelectualismo. Algunos predicadores entienden que su responsabilidad se limitar a explicar la verdad, y luego deben dejar que los creyentes saquen sus propias conclusiones movidos por el Espíritu Santo. Pero eso no es lo que encontramos en las Escrituras. Tomemos como ejemplo el Sermón del Monte pronunciado por nuestro Señor Jesucristo (Mateo 5 al 7). Allí vemos que Jesús se dirigía a los hombres en segunda persona (comp. Mt. 5:11, 12, 13, 14); con instrucciones precisas (6:1, 2); con un marcado énfasis en cómo llevar esto a la práctica (6:6, 9); y concluye con un llamado claro y persuasivo (7:13-14, 15, 21, 24). ¿Cuál fue el resultado? “Cuando Jesús terminó estas palabras, las multitudes se admiraban de su enseñanza; porque les enseñaba como uno que tiene autoridad, y no como sus escribas” (Mt. 7:27-28).
He ahí algunas de las características esenciales para que un sermón sea un buen sermón. Por supuesto, eso quiere decir que el predicador tiene un arduo trabajo cada semana antes de subirse al púlpito a predicar la Palabra cada domingo. Y en esto debemos reconocer con tristeza que los hijos de las tinieblas son más sagaces que los de la luz. Muchos herejes presentan mejor sus herejías que lo que muchos de nosotros presentamos la verdad. De cierto predicador se dijo una vez: “No dice nada, pero lo dice muy bien”. Eso es sencillamente terrible. Pero igual de terrible es que presentemos la verdad en una forma tan descuidada y poco presentable que nadie la entienda o le haga caso.
Como bien ha dicho alguien al respecto: “Sucede a menudo que aquellos que tienen un alto concepto de la Palabra de Dios piensan, erróneamente, que no necesitan ser diligentes en la preparación de los sermones. Simplemente entregan el mensaje a la congregación como primero les viene a la mente”. Y luego añade: “Su esposa puede ir a la carnicería y comprar la mejor carne, la más tierna y jugosa, pero si ella simplemente la pone en el plato todavía cruda y sanguinolenta, usted no se la va a comer. Tiene que ser preparada de la mejor manera posible, con el fin de conseguir darle la mejor presentación visual, olor y sabor” (Bruce Mawhinney; Predicando con Frescura; pg. 38).
Que el Señor nos ayude a predicar Su Palabra como siervos fieles y diligentes, dejando luego en Sus manos los resultados de nuestra predicación. ¡Que a Él sea toda la gloria!