Si pudiéramos rastrear el pecado, cualquier pecado, hasta su misma fuente, hay tres cosas con las que nos toparemos con toda certeza: la incredulidad, el orgullo y la codicia.
Estos tres pecados pertenecen a una categoría especial; y están tan estrechamente ligados entre sí que difícilmente podremos trazar los límites donde termina uno y comienza el otro. Donde se encuentra la incredulidad nos toparemos con los otros dos tarde o temprano. La incredulidad nos lleva de la mano al orgullo y a la codicia, un pecado que afecta profundamente al alma humana.
La codicia corrompe al hombre, lo corrompe en las partes más íntimas de su ser. La codicia trastorna nuestras prioridades, destruye nuestros matrimonios, incrementa las guerras y divisiones, promueve la envidia, los celos, los pleitos. Apenas podríamos mencionar algún problema interpersonal que de un modo u otro no se relacione con la codicia.
Cuenta la historia de un pirata que había sido apresado y llevado delante de Alejandro el Grande, y cuando este preguntó al hombre qué lo había inducido a la piratería y a hacer el mar inseguro, éste respondió:
“Yo estaba haciendo exactamente lo mismo que tú estás haciendo al volver el mundo inseguro. Pero debido a que trabajo con un pequeño barco, me llaman pirata; a ti te llaman rey, porque lo haces con toda una flota”.
La codicia está detrás de las pequeñas y grandes contiendas. Dice Santiago en 4:1: “¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?”. ¿Cuáles pasiones? La codicia y la envidia, dice en el vers. 2.
La codicia vuelve al hombre ingrato, amargado, traicionero, envidioso, descontento, impaciente, desconsiderado, egoísta, mentiroso, adúltero, homicida, idólatra.
La codicia apaga el celo y la devoción de aquellos que profesan la fe, anula al creyente en su servicio, distorsiona sus prioridades, ahoga su primer amor. Cuántos creyentes iniciaron sus vidas cristianas con un sincero y ardiente anhelo de servirle a su Señor, de darse por entero a la propagación de Su nombre y la expansión de Su reino, y hoy son apenas una sombra de lo que fueron alguna vez.
¿Qué sucedió con ellos? En muchos de estos casos, sino en todos, la codicia los aplastó, los volvió más “sensatos”, más “balanceados”, tanto que cualquier sacrificio por la obra de Dios comenzó a ser contemplado como un estorbo para lograr el éxito que buscan en este mundo.
Pablo dice en 1Tim. 6:10 que la codicia es la raíz de todo tipo de mal, incluyendo en el texto la apostasía y la destrucción de las almas en el infierno, que es el peor de los males.
No es cualquier pecado la codicia. Se trata de un monstruo contra el cual tendremos que luchar todos los días de nuestra vida, un monstruo camaleónico, con mil disfraces disponibles para pasar desapercibido, y con mil argumentos para convencer nuestras almas.
Ahora bien, ¿qué es la codicia? ¿Cuándo se puede decir de nosotros que hemos violado el décimo mandamiento? ¿Simplemente cuando deseamos alguna cosa? Indudablemente la codicia tiene que ver con nuestros deseos. Pero ¿son todos nuestros deseos codicia?
¿O debemos limitar la codicia únicamente a los malos deseos, a los deseos pecaminosos? ¿Y qué sucede cuando deseamos algo lícito más allá de lo debido? Como podemos ver, el asunto no es tan sencillo como parece a primera vista.
No todo deseo violenta el décimo mandamiento. Pero no son únicamente los malos deseos los que deben ser considerados como codicia. Se puede desear algo moralmente neutro, hasta un punto tal que llegue a ser codicia. ¿Qué es, entonces, la codicia?
Hay tres palabras griegas usadas en el NT y que se traducen como “codicia” o “avaricia” en español. La primera es epithumía que significa “desear algo ardientemente”, ya sea malo o bueno. Esta palabra es neutral en sí misma, ya que se puede desear ardientemente algo santo y bueno.
Por ejemplo, en Lc. 22:15 el Señor dice a los discípulos: “¡Cuánto he deseado comer esta pascua con vosotros antes que padezca!” La palabra allí es epithumía y se trataba de un deseo santo. Pero usualmente la palabra aparece en contextos negativos, para denotar deseos que son pecaminosos (comp. Rom. 7:7).
Otra palabra que se usa en el NT es philarguria, que significa simplemente “amor por las riquezas”. Es la palabra que aparece en He. 13:5.
Y la tercera palabra es pleonexia, que significa “querer tener más” (comp. Col. 3:5).
Tomando estas tres palabras en conjunto vemos que la codicia es un deseo ardiente por las riquezas en sentido general, o por cosas que no tenemos, pero quisiéramos tener. No todo deseo es codicia, pero el deseo del que hablamos aquí es tan fuerte que nos roba la quietud del alma y el contentamiento. Por eso alguien ha definido la codicia como desear tanto alguna cosa que pierdas tu contentamiento en Dios (Piper; Future Grace; pg. 221).
La codicia y el contentamiento son colocados frente a frente en las Escrituras como cosas opuestas entre sí; donde hay contentamiento no hay codicia, y donde hay codicia no hay contentamiento (comp. 1Tim. 6:6-10; He. 13:5-6). ¿Qué es la codicia? Desear tanto una cosa que perdamos nuestro contentamiento en Dios por no tenerla.
No hay nada de malo en que deseemos adquirir cosas que no tenemos, como no hay nada de malo en que usemos los medios que Dios ha provisto para obtener tales cosas, o aun para prosperar.
Dice en Pr. 10:4: “La mano negligente empobrece; mas la mano de los diligentes enriquece”. Un hombre responsable, aplicado a su trabajo, muy probablemente prosperará. La diligencia tiende a la prosperidad y a la abundancia. “Los pensamientos del diligente, dice en Pr. 21:5, ciertamente tienden a la abundancia; mas todo el que apresura alocadamente, de cierto va a la pobreza”.
Y en Pr. 21:20: “Tesoro precioso y aceite hay en la casa del sabio; mas el hombre insensato todo lo disipa”. Existe una relación directa entre la diligencia, la responsabilidad, la sensatez y la prosperidad material, así como entre la negligencia, la actuación irreflexiva y la pobreza.
Eso no quiere decir que todo el que es pobre es porque es un negligente, un irreflexivo y un irresponsable. Hay muchos factores que entran en juego en este asunto, todos ellos bajo el control soberano de Dios. Pero esto no elimina este principio general que encontramos en las Escrituras. El diligente tiende a prosperar. Y esa prosperidad es una bendición de Dios.
De modo que las riquezas no son malas en sí mismas. Es mucho el bien que puede hacerse con las riquezas cuando éstas caen en las manos correctas.
Sin embargo, la Biblia enfatiza una y otra vez que no debemos procurar hacernos ricos. Esa no debe ser una meta a seguir en la vida de un cristiano (comp. Pr. 23:4-5; 30:7-9; 1Tim. 6:9-11).
Que Dios nos ayude a cuidarnos de este pecado tan destructivo, teniendo nuestro contentamiento en Dios y en Su gloria. A final de cuentas, ése es el único remedio eficaz contra la codicia.
Por Sugel Michelén. Todo pensamiento cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.