La pandemia, el Apocalipsis y nuestra misión cristiana

¡De un día para otro nos cambió la vida!  Arrancó la pandemia del coronavirus y ya todo cambió. Tenemos que aislarnos, no socializar físicamente, mantener dos metros de distancia y, mejor todavía, quedarnos en casa.  Algunos países o localidades han sido más cautelosos y estrictos que otros. Algunos gobernantes esperan que ignorándolo se acabe el problema. Las salidas a la calle están limitadas a lo más necesario: comida, medicina, trabajo, emergencias.  Las escuelas se cerraron y los estudiantes continúan su aprendizaje a distancia. Las reuniones familiares, de amigos o grupos se realizan en línea. Los que pueden, trabajan desde sus casas.  Otros se reinventan la circunstancia para sobrevivir.  Muchos ya no tienen trabajo. O comida. Todo, absolutamente todo, ha cambiado. Hay que adaptarse.

Las noticias pueden infundir temor. Los números de casos y, tristemente también de las muertes, suben exponencialmente.  Hay que disminuir ese crecimiento.  Hay que desacelerarlo.  Buscamos achatar la curva para que los servicios hospitalarios no colapsen. Nos piden lavarnos las manos una y otra vez, estornudar o toser según el protocolo, y no tocar nada, mucho menos tocarnos la cara.  Solo quedándonos en casa se evita el contagio y la vil multiplicación exponencial.  ¡Parece una película de ciencia ficción!

Ya en varias noticias se han descrito escenas reales como algo “apocalíptico”, porque claro, en las películas de ciencia ficción – e incluso en algunas películas o series que se autodenominan cristianas – se narran cosas terribles como si fueran sacadas del libro de Apocalipsis. Presentan al Apocalipsis como algo tenebroso, terrible, que da miedo.  Pero ¡nada más lejos de la verdad!  Y, probable y tristemente, los cristianos mismos hemos permitido, y hasta perpetuado, ese uso tan equivocado del concepto de “apocalíptico”.

El término “apocalipsis” viene del griego ἀποκάλυψις.  Literalmente significa “revelación”, y específicamente la revelación de Jesucristo.  De hecho, en inglés, al libro de Apocalipsis le llaman “Revelation”.  ¿Será que la revelación de nuestro Señor Jesucristo causa estragos y da miedo?  ¡Jamás!  El libro de Apocalipsis es un libro de victoria, de alabanza, de la revelación de la gloria de Dios.  “¡El Apocalipsis se lee ‘en clave de adoración y culto’, o el Apocalipsis se lee mal! Todo este libro es profundamente litúrgico y debe leerse doxológicamente” (Stam, 1999, Apocalipsis y Profecía, p. 130).  Nos corresponde a los cristianos corregir ese concepto erróneo de lo “apocalíptico”, y devolverle la esperanza al pueblo.  Estamos en el “ya, pero todavía no”: ya vino Jesús, y esperamos su segunda venida con la fe de un nuevo cielo y una nueva tierra.  Eso es vivir apocalípticamente.  Esta pandemia, en cambio, no es apocalíptica.

Otros dirán “son las señales de los tiempos”, o “el tiempo está cerca”.  Según Jesús mismo, “nadie sabe ni el día ni la hora” (Mt 24:36).  Lógicamente estamos más cerca de la segunda venida de Cristo, cronológicamente hablando, puesto que el tiempo pasa; pero desde su vida en la tierra, Jesús ya decía que el tiempo estaba cerca.  Según Jesús, nadie sabe cuándo será.  Asimismo, a través de los tiempos ha habido muchos terremotos, huracanes, diluvios, y hasta pandemias aproximadamente cada 100 años.  ¿Cómo afirmar que ésta sí es la pandemia que señala el fin del mundo? ¿Que ésta sí es “la señal de los tiempos”?  Es muy probable que los cristianos pensaron lo mismo durante todas las pandemias, como en la epidemia de la llamada “Gripe española”.  Y ya han pasado 100 años más.  A lo mejor faltan muchísimas catástrofes más.  Según las palabras de Jesús, no hay cómo saberlo.  ¿Será que no estamos llamados a vivir viendo solamente hacia el futuro?  ¿Será que los cristianos debemos ver hacia el futuro, pero con los pies en la tierra?  ¿Será que el “hoy” también es importante?

Lo que sí podemos afirmar es que Dios trata de hablarle a Su pueblo a través de diversas circunstancias.  Y, si no escuchamos, a veces tiene que hablar más fuerte.  No como castigo, ni siquiera como regaño, sino más como un “Estoy hablando. ¡Por favor escuche!” ¿Podemos escuchar Su voz?  ¿Podemos, como manda el salmista, quedarnos quietos y saber que Él es Dios (Salmo 46:10)?  ¿Qué nos quiere decir Dios hoy, inmersos en esta pandemia?  ¿Y cómo, entonces, podemos o debemos responder como cristianos a nuestra realidad actual en medio del coronavirus?

Lo primero que Dios – y el pueblo – esperan de nosotros es obediencia.  Si nuestros gobernantes y líderes nos piden quedarnos en casa, debemos dar el ejemplo quedándonos en casa.  Hay iglesias que juzgan el cierre de lugares de reunión como “persecución religiosa”.  Pretenden ser mártires de una sociedad a la cual etiquetan de “anticristiana”.  Si eso fuera cierto, no habría un mandato de cierre y aislamiento social para toda la población y todos los centros de reunión, de todo tipo.  Las reglas aplican a todos por igual.  Más bien, al ignorar y desobedecer los lineamientos establecidos, no sólo ponen en peligro la salud y las vidas de sus propios líderes, feligreses y familias, sino también de toda la comunidad, debido a la magnitud de contagio de este virus.  A final de cuentas, su actitud de soberbia y rechazo de las autoridades no hace más que alejar a otros de su fe y, una vez abiertas, también de sus templos.  El amor cristiano, en cambio, le da prioridad al prójimo y protege a la comunidad.

Por ahí salió también la noticia insólita de otros “evangélicos” que decían que el uso de las mascarillas es una forma secreta de convertir poco a poco a todos los habitantes en musulmanes: primero las mascarillas, luego los turbantes.  ¡Quién sabe si alguien los podrá tomar en serio!  Eso no representa ni a Dios ni al evangelio. No son las Buenas Nuevas de Cristo.

La paradoja de una pandemia es que, si el pueblo guarda disciplinadamente la cuarentena, se reducen los casos contagiados y el número de muertes, haciendo entonces que algunos piensen que el encierro había sido innecesario.  ¿No se dan cuenta que la reducción de casos es resultado precisamente del distanciamiento? Esa es la consecuencia deseada.

Además de obediencia en protección del prójimo, esta crisis requiere también empatía, mucha empatía.  Solidaridad emocional.  Acompañamiento. En este aislamiento social, hay personas más aisladas que nunca.  Llamémoslos.  Enviémosles un mensaje.  No podemos estar físicamente, pero podemos estar presentes a la distancia para levantarles el ánimo y motivarlos.  Utilicemos de forma positiva y edificante las redes sociales.  Compartamos mensajes optimistas, en lugar de los que asustan, algunos de los cuales ni siquiera son verídicas.  Hagamos grupos de apoyo.  Escuchémonos.  Mantengámonos más disponibles que nunca, porque es un momento que bien puede llevar a la soledad, la frustración, el temor, y hasta la desesperación y el pánico.  Algunas personas son más resilientes que otras.  Unos más fuertes, otros menos.  O algunas situaciones más complicadas.  Sepamos escuchar, empatizar, y apoyarnos los unos a los otros.

Luego, además de empatía emocional, mostremos el amor de Cristo con empatía concreta.  Muchos se han quedado sin trabajo o han perdido parte sustancial de su salario.  Muchos no tendrán para pagar sus deudas, las utilidades como agua y luz, su casa, o hasta su comida.  Dios nos manda a compartir lo que Él nos ha dado, así como hacía la primera iglesia en el libro de los Hechos.  Esta es nuestra oportunidad.  Hagamos realidad el amor de Dios para con nuestro prójimo.  Muchos ofrendan a través de las comunidades de fe.  La falta de reunión física puede – pero no debe – disminuir las ofrendas.  Si bien no se puede colaborar en efectivo el domingo en la mañana, sí es posible utilizar los medios electrónicos para seguir compartiendo con otros las bendiciones que Dios nos da.  Se necesitan donaciones, ahora más que nunca.  Las comunidades de fe, al igual que cada cristiano de forma individual, tenemos la gran oportunidad de ayudar al desprotegido, al necesitado, a la población que hoy no tiene trabajo, comida, ropa seca, o hasta casa.  Esta crisis ha demostrado la inequidad social, y la está profundizando aún más.  Una donación a tiempo puede ser el alivio que anime a alguien a seguir adelante.

De igual manera, podemos escoger apoyar a pequeños y medianos empresarios y agricultores, más que a las grandes cadenas de supermercados que a lo mejor hasta están ganando más con la pandemia.  Tal vez sea un poquito más caro, pero hay que verlo como una ayuda a la persona y su familia, como también para la economía nacional.  Además, muchas veces lo entregan a domicilio, lo cual a su vez permite mantener de manera más segura la cuarentena.  Las redes sociales son una excelente fuente para conseguir y compartir información al respecto.

La pandemia nos da también la oportunidad de evaluar y, de ser necesario, ajustar nuestros valores y prioridades.  ¿Vale más la adquisición de cosas materiales, o compartir nuestras bendiciones con otros? ¿Mi bienestar es más importante que la de mi vecino?  ¿Dónde terminan mis derechos y empiezan los del “otro”?  ¿Estoy conforme con la distribución material que permite a unos disfrutar del teletrabajo, en la unión de su familia, en una casa cómoda con buen patio para despejarse, mientras otros se quedan sin trabajar ni comer y temen perder su casa por no poderla pagar? A la luz de las enseñanzas de Cristo, ¿de qué manera podemos “buscar primero el reino de Dios y Su justicia”?  (Mt. 6:33)

Este es un tiempo de recogimiento, de meditación, de reestructuración y de acciones de amor.  Trae consigo momentos muy duros, más para unos que para otros.  Pero esto también pasará.  De todos nosotros depende que pase de la mejor manera posible.  Es tiempo para compartir esperanza en lugar de miedo. Tiempo de infundir optimismo en vez de negativismos.  Es tiempo de mantener la paz, “la paz que sobrepasa todo entendimiento”, y de contagiarla a los demás.  Tiempo de estar físicamente distantes, pero espiritualmente más unidos.  Es hora de estar agradecidos por pequeñas bendiciones, por cosas que no siempre valoramos – la salud, el trabajo, la familia, el saludo y la sonrisa telefónica o virtual, la comida de cada día, las garantías sociales, la ayuda recibida, y la vida.

Son tiempos interesantes, definitivamente.  Traen consigo obstáculos y dificultades, sobre todo para los que sufran la enfermedad, pierdan la vida o a familiares, o pierdan su sostenibilidad económica.  Aunque no le temamos a la muerte (Fil 1:21), las complicaciones en torno a este virus traen pérdida, dolor y tristeza.  Puede ser duro; requiere resiliencia y fortaleza.  Pero también es un tiempo de oportunidades.  Oportunidades para poner en práctica el amor de Cristo.  Oportunidades para compartir el evangelio de forma vivencial y verdadera.  Oportunidades para sanar relaciones personales y familiares.  Oportunidades para que nuestro planeta respire y sane.  Oportunidades para reflexionar sobre nuestra sociedad – dónde estamos, cómo llegamos aquí, dónde queremos llegar…  Tal vez Dios no quiere que sus hijos vivamos solo en función de un “final feliz”.  Tal vez hay trabajo que hacer mientras tanto en nuestro planeta Tierra, creación de Dios al igual que cada uno de nosotros.

Conforme pase el tiempo en aislamiento, a lo mejor sintamos deseos de “volver a la normalidad”, a la vida como la conocíamos antes del coronavirus.  El reto, creo, es más bien no volver a la “normalidad” conocida, sino idear y construir una nueva realidad: un mundo más justo, más equitativo, más balanceado, más sano, más amoroso, más lleno del amor de Dios.

Soñemos.  Imaginémonos las posibilidades.  Construyamos.  Quedémonos en la casa y aprovechemos este tiempo para reflexionar, crecer, aprender, y crear – solidariamente unidos – un futuro mejor para todos y todas.

“Si vamos a contagiarnos de algo”, dice un mensaje en las redes sociales, “que sea de fe, esperanza y amor”.  ¡Eso SÍ es apocalíptico!