Por encima de todas las cosas, predicar es exponer fielmente un mensaje que ha sido extraído de las Escrituras. Eso es evidente por la naturaleza misma del ministerio al que Dios nos ha llamado.
Los ministros son heraldos de Dios, y la función de un heraldo no es alcanzar notoriedad o popularidad. Tampoco ha sido llamado a ser original o a dar su opinión personal con respecto a un asunto.
Su rey ha puesto un mensaje en su boca, y él debe proclamarlo tal como le fue confiado, independientemente de la reacción que ese mensaje pueda provocar en los que escuchan.
Es por eso que en el mundo antiguo al heraldo se le requerían dos cosas: la primera era tener buena voz; la segunda era un carácter confiable. Su gobernante debía tener la certeza de que transmitiría fielmente el mensaje que se le había confiado.
Comp. 1Cor. 4:1-2. Lo que se requiere de los administradores no es que sean hallados populares u originales, sino fieles. Desviarse del mensaje que se les había confiado era tomado como una infidelidad (2Tim. 3:14 – 4:2; comp. 2Tim. 1:13 y 2:15).
El ministro del evangelio debe estar seguro de que en verdad está entregando el mensaje de la Biblia, no porque cita un texto aquí y otro allá que parecen apoyar sus ideas, sino porque a través de un estudio diligente y una exégesis cuidadosa, este hombre ha desentrañado el verdadero significado del pasaje bíblico (o los pasajes) que está exponiendo.
Pedro dice en 1P. 4:11: “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios”. Si tu don es el de predicar, asegúrate de que lo que estás transmitiendo es lo que Dios dice en Su Palabra. Tu sermón debe ser extraído del texto y toda la predicación debe estar saturada de la Escritura.
Es por eso que la predicación ha sido definida como “la proclamación, explicación y aplicación de la Palabra de Dios”. Se puede citar la Escritura y no proclamar la Escritura.
Muchos usan la Biblia como un trampolín; citan un texto y de inmediato saltan a dar sus opiniones personales, o apoyan sus opiniones en algunos textos de la Biblia que usualmente son citados fuera de contexto y que no significan eso.
Por eso, antes de colocarnos detrás del púlpito debemos estar seguros, hasta donde tal cosa sea posible para nosotros, de que hemos entendido lo que el Espíritu Santo reveló en el pasaje o los pasajes que vamos a exponer; debemos asegurarnos de que el mensaje que vamos a entregar es la voluntad de Dios, tal como ha sido revelada en las Sagradas Escrituras.
De Cristo se dice en Jn. 3:34: “Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla”. Y en Jn. 7:16-18 el Señor dice de Sí mismo: “Mi doctrina no es mía, sino de aquel que me envió. El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta. El que habla por su propia cuenta, su propia gloria busca”.
Aquel que se limita a expresar sus propias opiniones está buscando su propia gloria; pero el que busca la gloria de Dios se preocupará por proclamar las opiniones de Dios.
“Muchas cosas tengo que decir y juzgar de vosotros; pero el que me envió es verdadero; y yo, lo que he oído de él, esto hablo al mundo” (Jn. 8:26-27). Lo que el Señor Jesucristo enseñó y predicó no era otra cosa que la mente del Padre.
“Porque yo no he hablado por mi propia cuenta; el Padre que me envió, él me dio mandamiento de lo que he de decir, y de lo que he de hablar. Y sé que su mandamiento es vida eterna. Así pues, lo que yo hablo, lo hablo como el Padre me lo ha dicho” (Jn. 12:49-50).
Si nuestro Señor Jesucristo, el Dios encarnado, se cuidó de decir lo que había oído del Padre, ¡cuánto más nosotros! Al colocarnos detrás del púlpito o al asumir la postura de maestros de la Palabra en cualquier otro contexto, debemos poder decir exactamente lo mismo: “Yo no hablo por mi propia cuenta, estoy enseñando lo que aprendí de Dios al escudriñar Su Palabra”.
El hombre que sube a un púlpito a compartir sus propias ideas, a hablar de política, o de las últimas técnicas sicológicas para una vida plena y feliz, o a entretener a las personas con una charla amena, o a manipularlas con unas cuantas historias tristes, está completamente fuera de lugar, y lo que es aún peor, se expone al juicio de Dios por su infidelidad.
Si hay algo que la iglesia de nuestra generación necesita con urgencia son predicadores que se dediquen en cuerpo y alma a interpretar, explicar y aplicar las Sagradas Escrituras. La debilidad de la iglesia en nuestra generación se debe en gran medida a la debilidad de sus púlpitos.
Walter Kaiser dice lo siguiente al respecto: “No es secreto que la iglesia de Cristo carece por completo de buena salud en muchos lugares del mundo. Han venido languideciendo debido a que ha sido alimentada, como se diría en términos contemporáneos, con ‘comida chatarra’; le han servido toda clase de sustitutos no naturales y preservativos artificiales que no alimentan de verdad. Como resultado, la desnutrición teológica y bíblica ha afligido a la misma generación que dio pasos agigantados para asegurar que su salud física no sea perjudicada por el consumo de alimentos o productos carcinógenos o que de cualquier manera sean nocivos para sus cuerpos físicos. De forma simultánea, una hambruna espiritual a escala global que ha venido como resultado de la ausencia de una publicación genuina de la Palabra de Dios… continúa su avance indiscriminado y casi indomable en gran parte de los dominios de la iglesia” (Walter Kaiser; cit. por MacArthur; Tito; pg. 28-29).
¡Oh, que Dios levante hombres fieles que llenen los púlpitos de muchas iglesias, ocupados hoy por usurpadores! Debemos rogar al Señor de la mies que envíe buenos obreros a su mies.
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