Sigamos la lógica. Si cada vez que hay un delito policiaco se detona un motín que arrasa con todo a su paso: propiedades, mercancía, agentes del orden público y otros contrarios a la turba, la escena final de la historia mostraría una pila de activistas: Hispanos, Afro-americanos, Supremacistas blancos, Musulmanes, Orientales, Gays, Mujeres y otros discriminados arremolinándose alrededor del último edificio en pie: un hospital, que para colmo, está lleno de pacientes infectados del COVID19.
No tiene un ápice de sensatez pero sí tiene que ver con un mal ancestral que detona como la pólvora. El racismo cuenta con uno de los más hondos depósitos de resentimiento social, que cruza fronteras nacionales, se extiende a lo mundial, es universal: trans-étnico (incluye a toda raza), trans-cultural: (ocurre en toda cultura) y trans-temporal (que se ha dado en toda época de la historia).
Si nos remontamos al tiempo de Jesús encontramos racismo: los judíos despreciaban a los samaritanos, y a los gentiles más. Durante el Renacimiento, la Inquisición, se exaltaba la crueldad en contra de los que creían diferente, como si por el permiso de Dios. Los Judíos mismo han sido blanco de la discriminación desde siempre, y bajo la limpieza étnica de Hitler de la forma más asesina. Los indígenas en las Américas, sufrieron atrocidades por los colonizadores del nuevo mundo. El mismo Darwin, cuando visitó en sus exploraciones las pampas argentinas, aunque no aprobaba la carnicería en contra de los indígenas por parte del general Rosas, consideraba que los salvajes son seres inferiores.
Lo que hemos visto estos días en vivo y a todo color, tanto la acción criminal como la reacción delincuente es racismo craso, pero más que esto aún. Pues el racismo es controlado por uno peor demonio llamado Xenofobia: temor y desprecio por lo extraño. La Xenofobia a su vez es controlada por un monstruo tan siniestro como apegado a nosotros: el amor propio. De este trastorno se desprenden varias manías, la megalomanía: Delirio de grandeza, el narcisismo: Vivir a expensas de los demás; el egocentrismo: Vivir enfocado en uno mismo, el egoísmo: Todo para mi, y otros etcéteras. Estas siempre dejan sus huellas en los “delitos de odio”.
De ahí que la solución al racismo no se encuentra en una arquitectura más intrincada de leyes que lo regulen. Las sociedades están colmadas de impulsividad legal. Cada vez que estalla un conflicto de primera plana, el reflejo natural político es añadir más leyes para mayor control. Y así traemos puesta una camisa de fuerza “muy apretada” pero poco efectiva para controlar los actos racistas.
¿Cuál es entonces la respuesta? Según el dicho: la cura debe corresponder a la enfermedad. El problema del racismo no es social. Como ha sido intimado, es un problema del corazón humano y sus manías pecaminosas. Y la ÚNICA fórmula, la exclusiva ideología, la singular doctrina que únicamente (note el lector la redundancia) puede tratar con el corazón humano es el evangelio de Cristo.
El evangelio, no es solo un mensaje de salvación del alma, es también de unidad social. Pues al igual que genera creyentes, gesta hermanos, crea iglesias y también establece fraternidades. A través del evangelio, Cristo crea una nueva humanidad en la que “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3:28). Traduciendo hoy día: “Ya no hay racismo que fracture y violente la sociedad, porque todos sois uno en Cristo Jesús”. ¡Ésto no es solo un lindo ideal!, es una realidad práctica. Los discípulos seleccionados por Jesús incluían a un públicano (un vendido al imperio romano para enriquecerse a expensas de sus hermanos Judíos), y un zelote (que promovían revueltas violentas en contra del gobierno romano). Ambos, a manera de hablar, se podrían sentar en la iglesia a adorar en la misma banca, porque el vínculo espiritual de Cristo es mayor que la más disparada polarización social, cultural o étnica.
Pero he aquí un problema mayor que la del racismo, pues la más intensa repulsión del hombre no es por otras razas, es por Dios, no es en contra de un color de piel distinto, sino contra la divinidad, así lo afirma la Escritura:
“No hay justo, ni aun uno; No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; Con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios; Su boca está llena de maldición y de amargura. Sus pies se apresuran para derramar sangre; Quebranto y desventura hay en sus caminos; Y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios” Rom. 3:13-17.
Ante este cuadro, nuestra prioridad como cristianos no es la legislación sino la proclamación. Pues no son los pecadores los que buscan a Dios, es Dios quien sale en búsqueda de los pecadores y los encuentra por medio de los preciosos pies del mensajero de las buenas nuevas. Que sirvan los recientes horrores como motivación para avivar el fuego del don en nosotros, teniendo por delante la visión final del Cristo glorificado alrededor de quien se encuentra una multitud incontable de gente de todo pueblo, tribu y lengua conviviendo en perfecta armonía. Entonces, nadie se dará más a las revueltas sino solo a la adoración del Cristo cuya sangre habrá disuelto toda diferencia y toda enemistad.
Recordemos también, que el evangelio que se proclama pero no se modela es un descrédito a Dios y una burla en la sociedad. Llevemos como lema aquel versículo que de forma rápida elimina todo impulso de racismo en nuestro corazón: “Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas.” Amén.