Pocas metáforas explican más completamente al cristiano que la del árbol. Con esta figura se ilustran tres aspectos indispensables de su vida: su testimonio, su producción y sus convicciones.
El cristiano es un árbol de ornato
La primera figura es la del árbol de ornato. Hace algunos años un pastor enfatizaba lo contrario: que el cristiano no es un árbol de ornato sino un árbol frutal. Estaba combatiendo el cristianismo disecado de algunos caracterizados por una fe agotada, guerreros de antiguas batallas, que andan ahora con la armadura oxidada y que se la pasan a reposo.
Pero con esta figura del árbol no se pretende ilustrar el estancamiento, sino la importancia de un buen testimonio. En Tito 2:10, Pablo exhorta a los siervos cristianos a comportarse con sus amos de modo que “en todo adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador”. El término “cosmético” se deriva de la palabra utilizada para adorno; nuestra vida debe ser tal que embellezca —y no empobrezca— la imagen del evangelio. Nuestro testimonio debe hacer al evangelio llamativo.
Nuestra conducta no es inconsecuente. Lo es para ser salvo —no es digna de merecer salvación— pero no es inconsecuente para nuestra vida de santificación. El evangelio rescata a los indignos para que vivan de forma digna conforme a 3 asombrosas realidades que acompañan a nuestra salvación.
La primera es la de ser hijos adoptivos. Pasamos a formar parte de la familia real de Dios con todos los derechos a la fortuna de nuestro hermano mayor, Cristo. Como tales, debemos conducirnos con la etiqueta social de la realeza.
También hemos sido hechos embajadores de Dios. Representantes oficiales cuyo trabajo es engrandecer la imagen de Cristo, dedicarnos a sus intereses y renunciar a los nuestros.
Finalmente, fuimos hechos sacerdotes del Dios santo, consagrados al servicio del templo santo con acceso cotidiano al lugar santísimo.
Por lo tanto, no debe existir indiferencia práctica a nuestro estilo de vida, pues la salvación no consiste solo en salvarnos del infierno, es también un salvarnos para dar testimonio que refleje a Cristo de forma tangible.
El cristiano es un árbol frutal
Pero el cristiano se considera también un árbol frutal que se conoce por sus frutos (Mateo 7:16). No existe en la Escritura un cristiano infructífero. Su unión a Cristo no es simbólica; es tan vital como la conexión de una manguera al hidrante: produce vida espiritual a chorros. Y aunque la productividad de los cristianos no es uniforme, pues incluye épocas de aridez y varía entre cristianos (algunos producen a ciento, a sesenta, y otros a treinta por uno; Mateo 13:22), la métrica de su vida mostrará fruto creciente. El cristiano, por tanto, es exhortado a ser hallado lleno de frutos de justicia.
Pero el árbol frutal cristiano no es convencional, es exótico. Es un árbol “tuti fruti” que produce toda especie de fruto. Comienza por convertirse en un adorador —el primer fruto es vertical, así como los primeros mandamientos son verticales— continúa con los horizontales: frutos sociales (evangeliza a los perdidos y ama a los rescatados) y finalmente de él brotan virtudes espirituales llamadas frutos del Espíritu.
El cristiano es un árbol bien arraigado
¿Qué tan profundo puede arraigar un árbol? En África existe una higuera gigantesca cuyas raíces profundizan 400 pies (122 metros). Para que un árbol pueda crecer hacia arriba primero debe crecer hacia abajo. Cuanto más profundas sea las raíces, mayor es el crecimiento del árbol, su fruto y su follaje. El crecimiento espiritual no es automático, requiere raíces que profundizan para que la ignorancia se disipe, la fe solidifique, y el conocimiento se transforme de datos en la mente a convicciones de corazón.
Este aspecto ha de ser el más indispensable, pues es a la medida que el árbol está arraigado que ha de erguirse como árbol llamativo y de frutos abundantes. El cristianos arraigado en Cristo será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, su hoja no cae, y todo lo que hace prosperará.