Cuando Hitler invadió Checoslovaquia en el verano de 1939 y luego cayó sobre Polonia, el mundo se horrorizó. Era obvio que estábamos a punto de enfrentar otra vez los horrores de una guerra a gran escala. Eso trajo a la luz la necesidad que tenía occidente de reforzar sus convicciones morales para fortalecer la democracia. Con esto en mente, el teólogo judío Louis Finkelstein, quien era en ese momento rector del Seminario Teológico Judío de New York, comenzó a pensar en la posibilidad de realizar una gran conferencia que reuniera a los eruditos más notables de cada disciplina con el fin de idear un código moral y de ética que fuera sólido y estable.
El anuncio se hizo público en junio del 1940 en una declaración firmada por 79 intelectuales entre los cuales estaba Albert Einstein. Ese mismo año celebraron la primera reunión de lo que ellos llamaron “Las Conferencias sobre Ciencia, Filosofía y Religión”, las cuales se llevaron a cabo hasta principios de la década de los 60. Allí estaba la crema y nata de los académicos de aquellos días. Sin embargo, muy pronto se hizo evidente la incapacidad humana para establecer un código moral satisfactorio.
Ya para el 1942 el New York Times publicó el siguiente titular: “Los eruditos confiesan que están confundidos”.
Finalmente llegaron a la conclusión de que la única forma de fortalecer la democracia era terminar con todo tipo de dogmatismo. El mundo no quería vivir de nuevo la pesadilla de un Hitler o de un Musolinni. Pero el remedio para el totalitarismo resultó ser peor que la enfermedad. Los relativistas se impusieron dejando al mundo sumido en un mar de confusión.
Ahora se considera una virtud negar la existencia de valores morales absolutos. La tolerancia de todo y de todos es un sinónimo de mente abierta y progresista. Tal parece que el único pecado que continúa vigente es el de creer que existe el pecado. Si alguien osa llamarle “pecado” a cualquier acción que riña con la ley moral de Dios contenida en la Biblia y resumida en el Decálogo, se arriesga a ser catalogado como un fariseo hipócrita o un retrógrado recalcitrante. Consecuentemente, los patrones morales se han ido esfumando en la conciencia colectiva.
Y los resultados no se han hecho esperar. La sociedad occidental se encuentra atravesando en estos momentos por una profunda crisis de valores y de significado. El aumento de la criminalidad, el deterioro de las relaciones familiares, el aumento de embarazos en la adolescencia, el consumo de drogas y alcohol, no son más que síntomas de un problema más profundo: Han echado a un lado la única base objetiva que el hombre posee para distinguir lo bueno de lo malo, la verdad del error. Y sin esa base, todo intento de definir “las proposiciones culturales universales” será frustrado, como ocurrió con las conferencias antes citada. Sin una autoridad trascendente que rija sobre todos los hombres por igual, es imposible establecer principios éticos universales y objetivos. Y esa autoridad es prerrogativa exclusiva de Dios, el Creador de todo.
@Sugel Michelén