¿Cuáles son las características de un buen sermón?
Supongo que muchos estarán de acuerdo conmigo en que la buena predicación no es precisamente lo que distingue el evangelicalismo moderno. Domingo tras domingo miles de personas acuden a las iglesias a participar del culto de adoración, donde la predicación de las Escrituras debe ocupar el lugar central; pero lamentablemente muchos regresan a sus casas sin haber sido debidamente alimentados. En muchos casos, porque la predicación ha dejado de ocupar el lugar central del culto; en muchos otros, porque la predicación en sí ha sido deficiente.
Es ese último aspecto el que quiero tocar en esta entrada: ¿Cuáles son las características que hacen que un sermón sea un sermón, y más aun, un buen sermón?
En primer lugar, su contenido es el mensaje de la Palabra de Dios.
Un sermón, por encima de todas las cosas, es una exposición fiel del mensaje contenido en el texto o pasaje de las Escrituras que está siendo expuesto. Recuerden, amados hermanos, cuál es nuestra identidad. Nosotros somos embajadores y heraldos del Dios de los cielos, y la función del heraldo no es otra que la de transmitir con fidelidad la mente de su Rey.
Es por eso que en el mundo antiguo se requerían dos cosas para ser un buen heraldo: la primera, obviamente, era tener buena voz; la segunda, un carácter confiable. El rey debía estar seguro de que podía confiar en esa persona como un transmisor fiel del mensaje que se le había encomendado (comp. 1Cor. 4:1-2). Esa es la encomienda de Pablo a Timoteo: “Predica la Palabra” (1Tim. 4:2).
Ahora bien, cuando hablamos de predicar la Palabra lo que queremos decir no es simplemente que debemos abstenernos de predicar de otro libro que no sea la Biblia. No se trata únicamente de que el ministro verdadero no predica el contenido del Corán, o del Libro del Mormón, o de los escritos de Elena G. de White. Se supone que ningún ministro del evangelio hará tal cosa.
Pero lo que queremos enfatizar es que el ministro del evangelio debe estar seguro de que en verdad está entregando el mensaje de la Biblia; no porque cita un texto aquí y otro allá que parecen apoyar sus ideas, sino porque a través de un estudio diligente, y una exégesis cuidadosa, de las Escrituras este hombre se ha esforzado en desentrañar el verdadero significado del texto, pasaje o tema bíblico que está exponiendo (y todo eso, obviamente, en dependencia del Espíritu de Dios).
En segundo lugar, un sermón se distingue porque posee unidad.
La unidad es una característica esencial del sermón. El predicador no es un comentario bíblico ambulante. Es el portavoz de un mensaje. Y esta distinción es de suprema importancia.
Algunos entienden que predicar es lo mismo que comentar un pasaje de las Escrituras, explicando lo que significa el vers. 1, y luego el 2, y el 3, y así sucesivamente. Pero eso no es un sermón, eso es un comentario bíblico hablado.
Un sermón es un mensaje, un mensaje que extraemos de las Escrituras a través de un trabajo exegético concienzudo y que transmitimos a través de la predicación.
Ese mensaje tiene sus partes, sus divisiones, variedad en las ideas; pero todas sus partes, divisiones e ideas conforman un todo. Y es a ese “todo” que llamamos el sermón.
Por eso alguien ha dicho que el sermón debe ser como una bala y no como una munición. La munición se abre en muchos fragmentos, mientras que el sermón va dirigido hacia un objetivo en particular. Cuando un sermón carece de unidad es posible que algunas frases sueltas tengan cierto efecto en la mente de algunos, pero el sermón como tal probablemente no será muy eficaz.
En tercer lugar, un buen sermón posee orden.
El orden de una exposición es muy importante para que pueda ser entendida y recordada por aquellos que nos escuchan. Nuestro Dios es un Dios de orden, y Él nos hizo de tal manera que captamos mejor las cosas cuando son presentadas en una forma ordenada y secuencial.
Si yo comienzo a contar (1, 2, 3, 4) todos esperan que yo siga con el 5, no con el 16. O si digo “a, b, c” nadie espera que salte a la “r”. Dios nos hizo así; nos dio una mente que capta mejor las cosas cuando son presentadas en un orden lógico.
Si queremos informar el entendimiento de nuestros oyentes debemos presentar el material bíblico en un orden lógico. Traer delante de la congregación un montón de pensamientos desordenados sobre un mismo asunto, por más buenos que sean, no le hará mucho bien al auditorio. El efecto que puede producir un ejército, no es el mismo que produce una turba.
Debemos dividir nuestros sermones en encabezados que sean fácilmente recordados, y arreglar nuestro material de tal manera que nuestras ideas y argumentos sigan uno al otro en una forma natural y fluida.
Dice Lloyd-Jones al respecto: “Debe haber progresión en el pensamiento… cada uno de (los) puntos (del sermón) no es independiente, ni tampoco del mismo valor que los demás. Cada uno es parte del todo y en cada uno debes avanzar y llevar el asunto más allá. No estás simplemente diciendo la misma cosa un número de veces, estás apuntando hacia una conclusión” (Preaching and Preachers; pg. 77).
Tomen la carta de Pablo a los Romanos, por ejemplo. Allí el apóstol Pablo desglosa el contenido del evangelio, y podemos ver en su presentación que él va siguiendo un orden (y lo mismo vemos en el resto de las cartas del NT).
Debemos presentar las Escrituras en una forma ordenada. Eso no solo será de gran ayuda para el predicador, porque recordará su bosquejo más fácilmente y podrá presentar sus argumentos en una forma más convincente, sino que será de gran ayuda para los que escuchan.
Alguien dijo una vez que una buena prueba que todo predicador debe hacerse para saber si tiene un sermón bien arreglado y ordenado, es ver si puede recordar de memoria, al menos los puntos principales del sermón. Si él no puede recordarlos, luego de haber estado una semana completa trabajando en él, ¿cómo quiere que la congregación lo recuerde luego?
En cuarto lugar, un buen sermón se caracteriza por su simplicidad.
A menos que seamos simples en nuestros sermones nunca seremos entendidos, y si no somos entendidos no podremos hacer ningún bien a las almas de aquellos que escuchan.
Debemos hacernos entender, y eso no es una tarea fácil. Un siervo de Dios del pasado dijo con mucha razón: “Hacer que las cosas fáciles parezcan difíciles es algo que cualquiera puede llevar a cabo; pero hacer que las cosas difíciles parezcan fáciles es el trabajo de un gran predicador”.
Debemos proclamar el mensaje en una forma tal que todos puedan entendernos. El mensaje de la Palabra de Dios debe ser, para la mayoría de nuestros oyentes, claro y diáfano como la luz del medio día.
En quinto lugar, el sermón debe ser relevante, aplicativo y persuasivo.
La finalidad de un sermón no es únicamente informar el entendimiento, sino persuadir al auditorio a la acción. Los oyentes deben ver cómo se aplica esa verdad que está siendo expuesta en su diario vivir.
La aplicación en el sermón es como la dirección de una carta. Si no escribimos la dirección en el sobre, no importa cuán bueno y edificante sea su contenido no llegará a su destino. Y ¿cuál es el destino al que está supuesto a llegar el sermón? A todo el hombre, no solo a su mente, o a su voluntad o a sus emociones. Predicamos a todo el hombre.
Mover a un individuo a la acción sin informar su mente es mera manipulación. Pero informar la mente sin clarificar al auditorio qué hacer con esa verdad, y sin persuadirles a obedecer, es puro intelectualismo.
Algunos predicadores entienden que su responsabilidad se limitar a explicar la verdad, y que entonces deben dejar que los creyentes saquen sus propias conclusiones movidos por el Espíritu Santo.
Pero eso no es lo que vemos en las Escrituras. Noten cómo predicaba Cristo. Se dirigía a los hombres en segunda persona (comp. Mt. 5:11, 12, 13, 14); con instrucciones precisas (6:1, 2); con un marcado énfasis en cómo llevar esto a la práctica (6:6, 9); y concluye con un llamado claro y persuasivo (7:13-14, 15, 21, 24). ¿Cuál fue el resultado?: todos se maravillaban de su doctrina porque les hablaba con autoridad (Mt. 7:28).
Que Dios nos ayude a ser portavoces fieles de Su mensaje, pero que nos conceda también poder hablar palabras sazonadas con sal para que el mensaje sea efectivo en la mente y corazón de los que escuchan, y todo eso únicamente para la gloria de Dios y el bien de las almas.