Los retos del ministerio pastoral

Retos del ministerio pastoral
Retos del ministerio pastoral

Después de más de cuarenta años ejerciendo el ministerio pastoral, declaro con gozo que servir al Señor como pastor ha sido un privilegio extraordinario. Ya lo dice Pablo: «El que apetece obispado, buena obra desea»

Pablo era apóstol, fundador de iglesias y, como tal, pastor durante el tiempo inicial en el que tenía que esforzarse por «establecer ancianos en cada ciudad» en la que fundaba una iglesia junto con sus colaboradores, tal como le ordenó a Tito que hiciera en Creta (Tit 1:13). El texto que sigue es una exposición de esos retos a los que se enfrentaba en el desarrollo y cumplimiento de su misión:

Un texto así pudiera parecer desalentador. ¿Quién osaría elegir un ministerio que conllevase tantas dificultades y contrariedades? Evidentemente, si tan solo nos quedamos con estas palabras de Pablo, nunca aceptaríamos el llamamiento del Señor, porque lo que realmente queremos es que nos vaya bien, tener éxito; que nuestra iglesia crezca y sea relevante, ser tenidos en estima, al menos por nuestros colegas, nuestros compañeros de ministerio. Nadie, de entrada, desea sufrir. Pero estos comentarios de Pablo son meramente anecdóticos, propiciados por su necesidad de que los creyentes a quienes se dirigía en sus cartas —los corintios, en concreto— pudieran entender cabalmente quién era Pablo y cuál era su realidad cotidiana frente a otros que, sin derecho alguno, pretendían manejarlos a su antojo. Él también declara:

No cabe duda de que Pablo, a pesar de las experiencias dolorosas que le tocaba enfrentar en determinadas ocasiones, disfrutaba de su ministerio y de cuanto Dios le permitía vivir. Por eso escribe a continuación de las palabras anteriormente citadas:

¿Qué desafíos enfrenta el pastorado en la actualidad?

La oposición, el sufrimiento, la necesidad, forman parte del ministerio cristiano, pero en contraposición está el privilegio de servir a un Dios vivo que hace reposar su gloria sobre nosotros. Merece la pena resaltar la última frase del apóstol, que “esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria”. Si ahora nos trasladamos a nuestro tiempo presente, podemos mirar a cara descubierta los retos actuales. Quizá, si vivimos en países democráticos y «libres», no nos enfrentamos a persecuciones cruentas y mortíferas, pero sí a otros tipos de inconvenientes que hacen difícil nuestra labor pastoral.

La atmosfera espiritual que nos rodea

Que no difiere básicamente de la que respiraban Pablo y sus compañeros de misión. Por un lado, un mundo religioso apartado de la palabra de Dios, lastrado por siglos de tradiciones humanas que nada tienen que ver con el verdadero evangelio y que han suplantado la vida espiritual por la superstición y la religiosidad. Por otro lado, el ateísmo creciente y la ola de secularización que afecta a nuestras sociedades occidentales, con su consecuente degradación ética y moral. Somos rechazados por unos como herejes, y por otros como retrógrados aferrados a modos de vida supuestamente ya superados por el llamado «progreso» social. Pero el evangelio siempre fue contra corriente y requiere el abandono de la filosofía de vida reinante, vana, estéril y dañina (Ro 12:2; Ef 4:23).

El ritmo de vida acelerado y artificial en el que estamos sumidos

Es tanta la prisa, la ocupación y la preocupación, la tensión, que no queda tiempo para el Señor ni para ocuparnos de nuestra vida espiritual. Así como el aire material de nuestras ciudades se ha vuelto tóxico e irrespirable, nuestra salud espiritual corre peligro permanente debido a esa atmósfera corrompida de pecado e indiferencia imperantes. No hay tiempo para pensar ni reflexionar sobre lo que somos y hacia dónde vamos como sociedad y como individuos; no hay tiempo para Dios; el trabajo, el ocio, el deporte, la diversión, el consumo, todos ellos elementos legítimos y saludables en su justa medida, se han vuelto dioses poderosos que compiten con el verdadero Dios en una concurrencia que antes no existía en la misma forma ni en los mismos niveles.

El domingo dedicado al Señor va siendo barrido en nuestras sociedades modernas, sustituido por el comercio y el esparcimiento, necesarios, por supuesto —aunque no más que la vida congregacional y la adoración al Dios que nos da la vida. Las fiestas cristianas ampliamente instaladas socialmente se ven amenazadas por intentos de sustituirlas por motivos seculares y paganos, más al uso. No ha de sorprendernos cuando, además, en el pasado, el cristianismo oficial actuó de la misma manera.

La secularización que alcanza a nuestras iglesias

se entiende por secularización de la sociedad la pérdida de determinados valores de carácter religioso o confesional que anteriormente se consideraban vigentes en forma generalizada, sustituyéndolos por otros valores más centrados en el hombre y de carácter más laico. Es verdad que, viviendo en un mundo plural, no podemos pedir a ese mundo que se adapte a nosotros, sobre todo siendo los cristianos una minoría social. El mundo siempre ha sido mundo, solo que ahora ha cambiado en su forma y expresión. Entre el legalismo y la mundanalidad hay un amplio espacio que rellenar. Nuestras iglesias se ven afectadas por las corrientes de pensamiento del mundo que nos rodea y que se van infiltrando de manera sutil en la mente y las conciencias de los creyentes.

La presión mediática es muy fuerte, a menudo controlada por grupos influyentes que acaban imponiendo su pensamiento único: proclaman un supuesto progreso en las costumbres, una ideología dogmática sobre determinados aspectos de la vida, negando de hecho el derecho a la libertad de conciencia y de pensamiento a quienes no opinen como ellos. Muchos creyentes son permeables a esa manera de pensar, en detrimento de su fidelidad al evangelio y su consagración espiritual. De ahí la amonestación de Juan: “No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él, porque nada de lo que hay en el mundo —los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida— proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos, pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2:15–17).

La falta de compromiso en muchos creyentes

Una vida espiritual escasa en compromiso deriva indefectiblemente hacia la religiosidad; y la mera religiosidad no es más que un sucedáneo de la espiritualidad. El cristiano verdadero ha de vivir en el Espíritu. No hacerlo es vivir en la carne (Ro. 8:5-9)

Muchos piensan que uno vive en la carne cuando vive en pecado, es decir, practicando algún vicio, en adulterio o fornicación, apartado de Dios, etc. Eso es vivir en pecado; pero vivir en la carne es simplemente vivir según nuestra naturaleza caída, ocupándonos de lo que pertenece a esa naturaleza y pensando de acuerdo a la cosmovisión que le es propia. Uno puede leer la Biblia, orar, acudir a los cultos regularmente, pero no producir los frutos del Espíritu, simplemente porque el Espíritu no domina sobre su carne, sino al contrario, produciendo esta sus obras. Tal manera de vivir no puede agradar a Dios, porque no podemos superar la Ley, que nos condena, si no es por el Espíritu de Dios. Si el Espíritu de Dios mora en nosotros, lo natural es que nuestra vida esté consagrada a Dios, y que vivamos comprometidos con él y con su pueblo.

El compromiso implica ser responsables en todas las áreas de la vida cristiana, que se vive en comunidad, es decir, como miembro activo y provechoso del cuerpo de Cristo. Las tensiones inherentes al sistema de vida moderna distraen sobremanera a los creyentes de otros focos de atención relacionados con su vida espiritual; si el creyente no acierta en la disposición de sus prioridades, anteponiendo lo espiritual a lo material o se deja llevar por la dinámica general de este mundo, el resultado es evidente.

Otra razón que explica esta falta de compromiso de tantos creyentes con la obra de Dios es el personalismo imperante, propio de nuestra cultura. Ese personalismo individualista lleva a muchos a sentirse centro de todo —un término más propio sería «egoísmo»— entendiendo la iglesia como un lugar de consumo, donde uno espera ser atendido, mimado, ministrado, etc. sin aportación personal alguna. Pero esa manera de entender el evangelio se aleja mucho del plan divino, pues la iglesia es un lugar de servicio, donde todos hemos de aportar nuestros dones para la edificación general. Los creyentes han de entender su papel como «miembros» del cuerpo de Cristo, que ejercen su función en una iglesia local concreta: su iglesia.

No podemos esperar compromiso de creyentes que asisten a nuestras iglesias por cualquier razón que no sea entender que allí es donde Dios quiere que estén. Quien asiste a una iglesia simplemente por cercanía, o porque tiene buenas instalaciones o buen grupo musical, sin comprometerse como miembro activo en todo lo que tal cosa implica, es como si estuviera de visita. Muchos, además, no esperan otra cosa. Así se sienten cómodos; consumen, pero no aportan nada, más allá de su presencia y su crítica segura cuando no se les dé lo que esperan.

Conclusión

Nuestro mundo está necesitado; nuestros fieles también. Aunque no somos «del mundo», vivimos en él con una misión que nos ha sido encomendada. Jesús oró al Padre diciendo, “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo” (Jn 17:14–18).

Esa palabra es el alimento que la gente necesita y que nosotros como pastores hemos de dar a nuestros feligreses, las ovejas que Dios ha puesto bajo nuestro cuidado. Es la palabra santificadora que nos preserva y nos guarda, si la recibimos, la digerimos y permitimos al Espíritu Santo integrarla en nuestro propio ser. De ahí la importancia de dar respuesta a las necesidades reales de la gente que nos rodea, creyentes y no creyentes, con la palabra de Dios, el pan de vida verdadero. Jared C. Wilson dice:

Este es nuestro reto final.


Acerca del libro “Persona, pastor y mártir: En defensa de quienes son llamados al ministerio pastoral”

Un libro testimonial en el que el reconocido veterano pastor José María Baena Acebal, con más de cuarenta años de ministerio y que fue Presidente de las Asambleas de Dios en España y de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas (FEREDE), aporta, en base a su experiencia valiosos y sabios consejos a sus compañeros en el ministerio.La trayectoria vital del apóstol Pablo sirve de guía y modelo a lo largo de todo el libro, según el relato del Libro de los Hechos y sus propios escritos, las distintas epístolas paulinas contenidas en el Nuevo Testamento.

Este trabajo está dedicado especialmente a la multitud de pastores prácticamente anónimos y a sus familias, que hacen que la obra de Dios avance y prospere a lo largo y ancho de nuestro mundo.

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