Sin pelos en la lengua, lanzó las siguientes preguntas: “¿Será que nuestra lucha no tiene éxito en los países musulmanes porque hoy no hay cristianos dispuestos a enfrentarse al martirio? ¿Cómo queremos que algunas iglesias crezcan, si no hacen ningún esfuerzo por salir de su escondite? ¿Será que las iglesias jóvenes necesitan nuevos mártires?”
El valor de un tesoro escondido es igual a todo aquello que estamos dispuestos a vender para poder comprarlo. Si estamos dispuestos a vender todo lo que tenemos, ese tesoro es lo que más valoramos en el mundo. Si no estamos dispuestos a venderlo todo, lo que tenemos es más valioso que ese tesoro. “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo, que al encontrarlo un hombre, lo vuelve a esconder, y de alegría por ello, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo” (Mateo 13:44). Ese sacrificio radical y esa alegría profunda muestran el valor que para ese hombre tiene el tesoro de Dios.
La pérdida y el sufrimiento, cuando son aceptados con gozo por la causa del reino de Dios, muestran la Supremacía de Dios en el mundo de una forma más clara que toda la adoración y la oración. Es por esa razón por la que las historias de misioneros que dieron todo lo que tenían para servir a Dios nos ayudan a valorar más a Dios. Ese es el efecto que la vida de Henry Martyn ha tenido en los creyentes durante más de doscientos años.
La vida de Henry Martyn
Martyn nació en Inglaterra el 18 de febrero de 1781. Nació en una familia pudiente y su padre lo envió a una buena escuela. A los dieciséis años ingresaba en la Universidad de Cambridge. Cuatro años después Martyn finalizaba la carrera de Matemáticas con unas notas inmejorables, y al año siguiente ganaba el premio de prosa en latín. Se había apartado de Dios, y en medio de todos sus logros académicos se dio cuenta de que todo aquello no le llenaba: “Había cumplido todos mis sueños, pero veía que lo que había logrado no era más que una sombra”. El tesoro del mundo se iba pudriendo en sus manos. La muerte de su padre, las oraciones de su hermana, el consejo de un pastor piadoso, y el diario de David Brainerd le llevaron a postrarse ante Dios.
En 1802 decidió abandonar una vida de comodidades y de prestigio académico para ser misionero. Esa fue la primera muestra del valor que para él tenía el reino de Dios. Martyn estuvo sirviendo como ayudante de Charles Simeon, el gran predicador evangélico de Trinity Church en Cambridge, hasta que el 17 de julio de 1805 partió rumbo a la India. Su ministerio consistiría en servir como capellán con la Compañía de las Indias Orientales. Llegó a Calcuta el 16 de mayo de 1806, y el primer día en tierra se encontró con William Carey. Martyn era un anglicano evangélico; Carey era bautista. Y surgieron algunos temas conflictivos en cuanto al uso de la liturgia. Pero ese mismo año, Carey escribió lo siguiente: “El joven clérigo que llegó hace poco, Henry Martyn, tiene un verdadero espíritu misionero… Tenemos bellas conversaciones y nos aconsejamos mutuamente, y vamos a la casa de Dios como amigos”.
Además de cumplir con sus responsabilidades como capellán, Martyn dedicó mucho tiempo a la traducción. Dos años después de su llegada, en marzo de 1808, ya había traducido a la lengua hindú parte del “Libro de oración común” de la Iglesia Anglicana, un comentario sobre las parábolas, ¡y todo el Nuevo Testamento! Más adelante le pidieron que supervisara la traducción del Nuevo Testamento a la lengua persa. Este Nuevo Testamento no fue tan bien recibido como el anterior, y en el proceso de la traducción, su salud empezó a mermar.
“Sea que viva, o que muera, ¡que Cristo sea magnificado en mí! Si Él aún tiene trabajo para mí, no moriré”.
Y aunque decidió volver a Inglaterra para recuperarse, quiso pasar por Persia para realizar una revisión de su trabajo. Pero su salud empeoró hasta tal punto que ya no pudo continuar. Murió en la ciudad turca de Tocat el 16 de octubre de 1812, a los treinta y un años de edad.
El dolor oculto de Martyn
Lo que no hemos podido ver en este resumen de la vida de Martyn son las luchas espirituales que hacen que su vida nos impacte y anime tanto. Si el diario de Brainerd y el diario y las cartas de Martyn tienen tanto poder a la hora de transmitir visión y pasión por las misiones, es porque nos muestran que la vida del misionero es una vida de lucha espiritual constante, y no una vida de calma ininterrumpida. Ese sufrimiento y esa lucha hablan de forma clara de la Supremacía de Dios en sus vidas, del valor que la misión de Dios tenía para ellos. Leamos cómo se sentía cuando iba camino a la India:
Me costaba concentrarme en Dios. Esos días tuve más tentaciones de seguir los deseos de este mundo que en los dos años anteriores… El malestar que me producía el oleaje y el mal olor que había en el barco me hacían sentir miserable. Además, la idea de haber dejado en Inglaterra todas las comodidades y la comunión con los santos, para ir a una tierra desconocida, pesaba sobre mí como una gran losa. Y, por último, pensar que tenía que pasar meses en aquel barco lleno de hombres impíos, me deprimía enormemente.
Además de estos sentimientos, tenemos que añadir una difícil historia de amor. Martyn estaba enamorado de Lydia Grenfell. No le pareció bien llevarla consigo, sino que prefirió ir solo para conocer el lugar, y probarse a sí mismo que su confianza solo estaba puesta en Dios. Pero dos meses después de llegar a la India, el 30 de julio de 1806, le escribió para pedirle en matrimonio y pedirle que se reuniera con él. La respuesta tardó cinco meses en llegar (!).
En su diario, el 24 de octubre de 1807 leemos lo siguiente:
Un día desdichado. Por fin he recibido una carta de Lidia, en la que me dice que no va a venir porque su madre no se lo permite. En un primer momento, la decepción y el dolor se apoderaron de mi alma; pero poco a poco, mis ojos se abrieron, y di lugar a la razón. No podíamos esperar la bendición de Dios, ni tampoco podríamos darle la gloria, si ella actuaba desobedeciendo a su madre.
Martyn contestó ese mismo día:
Aunque mi corazón está lleno de dolor y decepción, no te escribo para culparte. La rectitud de tu conducta no me permite censurar tu decisión… Pero mi corazón se rebela. ¡Hay una tempestad dentro de mí! He descubierto que mi espíritu de resignación ante la voluntad de Dios es aún muy pequeño…
Durante cinco años Martyn albergó la esperanza de que las cosas cambiaran. Siguieron manteniendo correspondencia de forma regular. La última carta que se conoce de él, dos meses antes de su muerte (28 de agosto de 1812) está dirigida a “Mi queridísima Lidia”. La carta acaba así:
Pronto está el día en que dejaremos de escribirnos; pero confío que en breve te veré cara a cara. Saludos afectuosos a todos los santos. Siempre tuyo, con todo mi afecto, H. Martyn
Martyn no volvió a verla nunca más. Pero morir no era lo que más temía, ni ver a Lydia lo que más deseaba. Su gran deseo fue dar a conocer la Supremacía de Cristo en todos los aspectos de la vida. Casi al final de sus días, escribió: “Sea que viva, o que muera, ¡que Cristo sea magnificado en mí! Si Él aún tiene trabajo para mí, no moriré”. El trabajo que Cristo tenía para Martyn había finalizado. Y Martyn había sido fiel a lo que Cristo le había encomendado. Las pérdidas y el dolor que experimentó son, para los creyentes de todos los tiempos, la historia de una vida dedicada a mostrar la Supremacía de Dios.
“Toda llamada de Cristo conduce a la muerte”
El sufrimiento es el llamamiento que todo creyente recibe de parte de Jesús, pero en especial, lo reciben aquellos que ha llamado a llevar el Evangelio a los lugares donde éste aún no ha llegado. Hay una frase muy famosa de Dietrich Bonhoeffer que es, a la vez, muy bíblica: “La cruz no es la meta terrible de una vida piadosa y feliz, sino que se encuentra al comienzo de la comunión con Jesús. Toda llamada de Cristo conduce a la muerte”. Podríamos decir que esta frase es una paráfrasis de Marcos 8:34: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame”.
Tomar la cruz y seguir a Jesús significa unirse a Jesús en el camino al monte del Calvario y estar dispuesto a sufrir y a morir con Él. La cruz no es un peso que tenemos que cargar; es un instrumento de dolor y ejecución. Es como si dijéramos: “Toma tu silla eléctrica y sígueme a la sala de ejecución”. O “Toma esta espada y llévala al lugar de decapitación”. O “Toma esta cuerda y llévala a la horca”. Nos hemos acostumbrado tanto a la idea de “llevar la cruz”, que hemos perdido el verdadero significado del llamamiento de Jesús. Él llama a todos los creyentes a renunciar “a todas sus posesiones”, a aborrecer “hasta su propia vida” (Lucas 14:33, 26), y a tomar el camino de la obediencia con gozo, no pensando en lo que perderán en esta tierra.
Seguir a Jesús significa obedecer, aunque eso signifique tener que experimentar la traición, el rechazo, las palizas, la burla, la crucifixión y la muerte. Jesús nos asegura que si le seguimos al Gólgota durante todos los viernes santo de esta vida, también resucitaremos con Él el último domingo de resurrección.
“Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por causa de mí y del Evangelio, la salvará” (Marcos 8:35). “El que ama su vida la pierde; y el que aborrece su vida en este mundo, la conservará para vida eterna” (Juan 12:25).
¿Necesitamos nuevos misioneros mártires?
Esta pregunta es un tanto peligrosa dada la nueva oleada de terrorismo que estamos viviendo en el siglo XXI. Hay una diferencia fundamental entre los mártires cristianos y el terrorismo fanático. En primer lugar, un mártir cristiano muere en manos de aquellos a los que quiere salvar. El mártir cristiano no planea su propia muerte, ni la usa en contra de su adversario.
En segundo lugar, los mártires cristianos no persiguen la muerte, sino que persiguen el amor. Los cristianos no buscan el avance del evangelio de Cristo usando la espada, “porque los que tomen la espada, a espada perecerán” (Mateo 26:52). Jesús dijo: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, entonces mis servidores pelearían… mas ahora mi reino no es de aquí” (Juan 18:36). El cristianismo no se extiende por el derramamiento de sangre de los demás, ni siquiera si está mezclada con la nuestra.
David Barrett estimó que en el año 2002, aproximadamente 164.000 cristianos morirían como mártires y que la media de mártires cristianos aumentará hasta llegar, en el año 2025, a 210.000. En la edición del año 2001 de la World Christian Encyclopedia, se recoge que en el siglo XX hubo 45.400.000 mártires.
Cuando avanza por el sufrimiento de los mártires, se trata de un sufrimiento cuyo objetivo es dar vida, y no causar muerte (Marcos 10:45; Colosenses 1:24). Uno de los desafíos más sorprendentes e impactantes del segundo congreso de Lausanne sobre la Evangelización del Mundo, celebrado en Manila en 1989, fue el de George Otis, cuando habló del llamamiento al martirio.
Sin pelos en la lengua, lanzó las siguientes preguntas: “¿Será que nuestra lucha no tiene éxito en los países musulmanes porque hoy no hay cristianos dispuestos a enfrentarse al martirio? ¿Cómo queremos que algunas iglesias crezcan, si no hacen ningún esfuerzo por salir de su escondite? ¿Será que las iglesias jóvenes necesitan nuevos mártires?”. Hoy, en muchos lugares del mundo se ha entendido el impacto radical de las palabras de Jesús: escoger a Cristo es escoger la muerte o, al menos, el riesgo a morir.
David Barrett estimó que en el año 2002, aproximadamente 164.000 cristianos morirían como mártires y que la media de mártires cristianos aumentará hasta llegar, en el año 2025, a 210.000. En la edición del año 2001 de la World Christian Encyclopedia, se recoge que en el siglo XX hubo 45.400.000 mártires.
Acerca del libro “¡Alégrense las naciones!―La Supremacía de Dios en las misiones”
Este libro forma parte de Colección Teológica Contemporánea y de la Gran Colección de la Misión. Se ha convertido en uno de los mejores referentes teológicos en cuanto al tema de las misiones, tanto para pastores, misioneros y estudiantes de seminario como para todos los creyentes en general. John Piper vuelve a defender bíblica y teológicamente la supremacía de Dios sobre todas las cosas, y nos presenta una edición revisada y más extensa.
Usando textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, Piper demuestra que la adoración es el fin último de la Iglesia, y que la adoración correcta nos lleva a la acción misionera. No se olvida de tratar el debate sobre si Jesús es el único camino a la salvación, y se adentra en la enorme empresa misionera para describir la tarea que tenemos por delante y los medios de los que disponemos para llevar el Evangelio a “todas las naciones”.
John Piper es un respetado teólogo y autor de bestsellers, fundador y profesor principal de Desiring God y rector del Bethlehem College & Seminary. Durante 33 años, Piper fue pastor de la Iglesia Bautista Bethlehem. Es autor de más de 50 libros, y más de 30 años de sus predicaciones y escritos están disponibles gratuitamente en desiringGod.org. Piper reside en Minneapolis con su esposa, con la que lleva 51 años, y tiene cinco hijos y 14 nietos.