Cuando leemos las Escrituras del NT hay dos cosas que vienen a ser muy evidentes en lo que respecta a la salvación de los hombres: la primera es que ésta no puede ser lograda a menos que los hombres se expongan a la verdad de Dios revelada en las Escrituras. Los pecadores tienen que creer para ser salvos. La salvación es por gracia, por medio de la fe. Pero ¿qué es lo que se supone que van a creer los pecadores para ser salvos? La verdad del evangelio tal como es presentada en la Palabra de Dios.
Escuchen como lo dice Pablo en Rom. 6:17. “Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados”. Pablo está contemplando a los creyentes aquí como hombres y mujeres que eran esclavos del pecado, pero que ahora ha sido libertado de esa esclavitud. Y ¿cómo fueron ellos libertados de la esclavitud del pecado? Ellos obedecieron de corazón aquella forma de doctrina a la cual habían sido expuestos. Una doctrina fue puesta delante de sus ojos que ellos abrazaron de todo corazón.
La fe no nace en un vacío, sino en el contexto de escuchar la verdad de Dios revelada en Su Palabra. La Palabra de Dios es la semilla que una vez implantada en el corazón produce fruto a ciento, a sesenta y a treinta por uno. Ninguna alma vendrá al arrepentimiento a menos que se exponga a la verdad revelada en las Sagradas Escrituras (comp. Lc. 16:27-31; Rom. 1:16-17; 10:14-17; 2Ts. 2:13-14 1P. 1:22-25).
Pero es también evidente, en segundo lugar, que la proclamación del evangelio es el medio por excelencia para dar a conocer la verdad de Dios al hombre, para la salvación de las almas. Hay varias formas en que podemos dar a conocer la verdad de Dios al hombre: a través de un libro, a través de una conversación casual, a través de un panfleto. De hecho, la Biblia dice que los creyentes deben estar siempre preparados para presentar defensa, con mansedumbre y reverencia, ante todo el que demande razón de la esperanza que hay en nosotros. El creyente debe estar presto para compartir el evangelio con todo el que esté dispuesto a oír. Y Dios bendecirá Su Palabra.
Pero el medio por excelencia que Dios ha escogido para salvar a los pecadores es la locura de la predicación, como dice Pablo en 1Cor. 1:21 (comp. 1P. 1:25). La fe viene por oír, dice Pablo; y lo dice en el contexto de aquellos que han sido enviados, de aquellos que han sido divinamente comisionados y cualificados para predicar el evangelio (Rom. 10:14-15, 17).
Dios ha determinado salvar a los hombres a través de la predicación del evangelio. Esa es la labor primordial que Dios nos ha llamado a hacer como ministros: predicar, como vemos en 1Cor. 1:17-25. Los griegos eran amantes de las disertaciones filosóficas, y los judíos iban detrás de las señales. Y Pablo dice aquí que Dios no escogió ni un método ni otro para salvar a las almas.
Podemos disertar de filosofía y sicología, podemos tener una oratoria hermosa, y un intelecto brillante, suficiente como para dejar boquiabiertos a cualquiera que nos escuche. Pero nada de eso podrá transformar un solo corazón. Tampoco los milagros más portentosos podrán hacer la obra. Era detrás de eso que iban los judíos; todo el tiempo demandando al Señor que hiciera un milagro para creer en Él.
Pero Dios manifestará Su gloria salvando a los hombres por medio de aquello que ellos consideran una necedad: la predicación del evangelio, un evangelio que ofrece salvación gratuita, por medio de la fe en Jesucristo, quién murió en una cruz para salvar a los pecadores. Un mensaje así es un tropiezo para el judío y una locura para el griego. Pero “lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”. Ese mensaje, proclamado a viva voz, ha vencido la obstinación de muchos, y los ha traído cautivos a la obediencia a Cristo.
Es por eso que la predicación jugó un papel preponderante en el ministerio de Juan el Bautista, y luego en el ministerio del Señor Jesucristo, y luego en el de Sus apóstoles. Y cuando hurgamos en las páginas de la Historia de la Iglesia encontramos que sus épocas más gloriosas y fructíferas han estado siempre asociadas con ministerios que han dado preeminencia a la predicación de la Palabra de Dios.
Es por eso que Pablo se refiere a los ministros del evangelio como “embajadores” y “heraldos” de Dios. Un heraldo es aquel que lleva a viva voz el mensaje de un rey (comp. Dn. 3:4). Hemos sido enviados al mundo como portavoces de Dios, para hablar a los pecadores en Su nombre.
En 2Cor. 5:20 dice el apóstol Pablo: “Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros”. Un embajador es aquel que ha sido enviado para dar a conocer los pensamientos, las opiniones y los deseos del gobierno que lo envió. Este hombre lleva consigo un mensaje que debe entregar íntegramente; para eso fue enviado y eso debe hacer. Y en la medida en que vamos exponiendo el mensaje de Dios contenido en las Escrituras, hablando en dependencia y bajo la unción del Espíritu Santo, Dios mismo habla al corazón de los pecadores. Es “como si Dios rogase por medio de nosotros”. Comp. 2Cor. 4:3-6.
El predicador debe verse a sí mismo en el púlpito como un heraldo del Dios todopoderoso. En palabras de Pablo en 2Cor. 2:17, los ministros del evangelio somos aquellos que “con sinceridad, como de parte de Dios, y delante de Dios, hablamos en Cristo”. Estamos hablando de parte de Dios y delante de Dios.
Y no solo el mensaje que transmitimos, sino también la forma como lo hacemos, debe enviar esa señal a la mente y el corazón de todos los que escuchan. Somos los heraldos, los portavoces de un Rey glorioso y temible. Esa es una de las razones por la cual la predicación es un medio tan idóneo para presentar el mensaje de Dios. Si usamos un medio ligero o inapropiado para dar a conocer lo que Dios ha revelado en Su Palabra acerca de Sí mismo, de Sus obras y Su voluntad, estaremos echando por tierra el mensaje que estamos proclamando.
¿Qué pensaríamos nosotros de un presidente que el día de su investidura como mandatario va vestido de payaso, y a través de chistes e historias graciosas transmite al pueblo cuál ha de ser su programa de gobierno? ¿O que en vez de dar un discurso haga una presentación de títeres, o un “dramita”? Que lo veríamos como algo totalmente inapropiado, no importa que el contenido sea bueno. Esa forma de transmitir un mensaje de esa naturaleza sería inconsecuente con la seriedad del mensaje.
Pues nosotros tenemos la encomienda de transmitir un mensaje que posee repercusiones eternas, y lo hacemos en nombre del Rey del universo. El medio que escojamos para transmitir ese mensaje debe ser consecuente con su naturaleza. La predicación de la Palabra no surge en los tiempos bíblicos como un medio de propagación de la verdad por el atraso tecnológico de aquellos días, sino por ser el medio más apropiado para comunicar la naturaleza del mensaje. No es una razón cultural lo que está detrás de la predicación, es teológica.
Estamos presentando a Dios como el Rey soberano que tiene derecho pleno sobre todas Sus criaturas, y nosotros no somos Sus negociadores, somos Sus heraldos, aquellos que en el nombre de Dios, con autoridad, con pasión, con urgencia, proclamamos los decretos emitidos en la corte celestial, consignados en las Sagradas Escrituras. Esa es la señal que los ministros envían a los hombres cuando se colocan detrás del púlpito a proclamar a viva voz la Palabra de Dios. Somos mensajeros del Dios Altísimo.
De igual manera, la predicación es el formato más idóneo para humillar al pecador. El no está en la posición de sentarse con Dios en una mesa de negociaciones; él tiene su entendimiento entenebrecido, y lo que necesita precisamente es humillarse ante la voz de Dios. Aparte de que la predicación es un vehículo ideal para persuadir correctamente a los hombres. Los predicadores deben persuadir a su auditorio, pero que deben hacerlo correctamente. Sabemos que es Dios quien obra en los corazones, pero Dios usa medios, y uno de esos medios es la persuasión hecha en la predicación.
Lucas nos dice en Hch. 18:4 que cuando Pablo estaba en Corinto “persuadía a judíos y a griegos”. Y lo mismo hizo en la ciudad de Éfeso (Hch. 19:8). La predicación debe ser “apropiadamente” persuasiva. Hay una forma incorrecta de persuadir a las personas, cuando tratamos de mover sus voluntades a través de las emociones y no a través del entendimiento.
Recuerden que Dios obra en el corazón de los hombres cuando por medio de la predicación de la Palabra ilumina su entendimiento. Es de esa manera que el pecador viene a Cristo. Es por eso que Pablo dice en 2Cor. 10:4-5: “Porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo”.
He aquí lo que el ministro del evangelio debe hacer: derribar todo argumento y altivez que se levanta en el corazón y la mente del pecador en contra del conocimiento de Dios. Es a eso que nos referimos cuando hablamos de persuasión. Y lo que estamos diciendo es que la predicación es el medio ideal para hacer esto. Al ser un monólogo podemos elaborar nuestra presentación de las Escrituras, y presentar argumento tras argumento de la Palabra de Dios, hacer nuestro caso, para usar un lenguaje judicial, y así poder informar adecuadamente el entendimiento del pecador.
¿Es nuestra argumentación lo que los va a convencer y a salvar? De ninguna manera. Solo Dios puede hacer eso obra. Pero Dios obra tomando en consideración la manera como El mismo nos creó. El entendimiento debe ser iluminado, para que seamos movidos entonces a abrazar la verdad que es en Cristo Jesús (Rom. 6:17). Dice el ministro puritano Thomas Watson: “Los ministros tocan a la puerta de los corazones de los hombres, (y) el Espíritu (en ese contexto) viene con una llave y abre la puerta” (Light and Heat; pg. 32).
Indudablemente hay algo misterioso envuelto en todo esto. ¿Cómo es el que el Espíritu de Dios obra mientras un instrumento humano está transmitiendo Su Palabra? No lo sabemos del todo, pero es una realidad revelada en las Escrituras, y eso debe estimularnos a predicar. Dios no nos ha dado la responsabilidad de convertir las almas, sino de predicar el evangelio; y El se encargará de aplicar Su poder en el corazón de los que escuchan mientras nosotros cumplimos con nuestra responsabilidad.
De manera que no predicamos por tradición, porque así lo ha hecho la Iglesia de Cristo por cientos de años; lo hacemos porque Dios lo ha mandado, porque Dios ha establecido la predicación como el medio por excelencia para alcanzar a los perdidos y traerlos a la salvación.
No debemos ceder a la presión de muchos que quieren que cambiemos nuestra metodología por una que sea más entretenida o más atractiva. Como embajadores y heraldos de Dios nuestro oficio no es el de entretener a los pecadores, sino el de persuadirlos en el nombre de Dios y con la Palabra de Dios a venir a la fe y al arrepentimiento.
Un culto más entretenido y atractivo, con mucha música especial, con testimonios impactante, puede que atraiga a mucha gente, pero ninguna de esas cosas va a hacer en esos corazones lo que solo la Palabra de Dios proclamada con sabiduría, urgencia y poder puede hacer.
Y no es que estoy abogando porque los cultos sean aburridos, ese no es el punto. Lo que estamos diciendo es que la salvación de las almas no se logrará sustituyendo la predicación de la Palabra de Dios por actividades que parecen más entretenidas y atractivas. Dios no ha prometido bendecir tales actividades para la salvación de las almas. Pero sí ha prometido bendecir Su Palabra.
“Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y producir, y da semilla a la que siembra, y pan al que come, así será mi Palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Is. 55:10-11).
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