Cuando Cristo nos encontró nos halló en un basurero. Dolidos por un saldo de moretones de erradas decisiones; derrotados en las cenizas de sueños inverosímiles que se convirtieron en pesadillas; victimizados por vicios ajenos que recayeron sobre nosotros; desorientados por disfuncionalidades de nuestra formación que nos hizo presos de hábitos casi inescapables; arrumbados por fracasos de oportunidades que se dan una sola vez y que, como los cometas, no vuelven en muchos años; descuadrados por obsesiones que atrofiaron nuestro sistema emocional. En suma, éramos basura, en un mundo de basura.
Aquél que con su poder saca la luz de las tinieblas nos reciclo: de basura a piezas preciadas de su gracia. Dios nos renovó por completo, somos nuevas criaturas, con una nueva naturaleza, y una nueva vida. No obstante, todavía hay vestigios del pasado. Lo nuevo ha sido iniciado pero lo viejo no ha sido desechado completamente. Vivimos entre dos influencias: la gracia del Espíritu Santo y la corrupción fantasmal del viejo hombre que se empeña en arrastrarnos al pasado. Tu avance y el mío depende de cómo procesamos nuestro pasado vil.
Algunos cristianos optan por almacenar la basura del pasado. Son pepenadores en búsqueda de cosas con las cuales alimentarse o desechar de su pasado. Se la pasan desglosando los “por qués” del pasado, alucinando nostalgias nocivas que los hunden en la depresión. No avanzan pues todavía se encuentran llorando en la tumba de su viejo hombre.
Otros destruyen la basura del pasado. Todo lo vivido, según ellos, merece depositarse en el cesto del olvido, es inservible: un estorbo en la jornada rumbo a la gloria. Entonan en tono triunfal la canción cristiana: mirarte solo a ti Señor y no mirar atrás. Indudablemente su orientación es correcta, pero su experiencia es parcial.
Todo cristiano debe entender que la fe no solo debe ser el prisma a través del cual se mira hacia el futuro, sino también hacia el pasado. ¡Si, absolutamente!, hay que mirar al pasado con fe. ¿Fe?, ¿fe en qué?. Fe en el Dios soberano. Dios es Dios tanto del futuro como lo es del presente y lo fue del pasado. Y no solo de nuestro pasado limpio, asimismo del pecaminoso. El salmista afirma contundentemente la soberanía de Dios sobre el mal al decir: “aun la ira del hombre te alabará” (Salmos 76:10). Es decir, aún las más siniestras obras del hombre tienen un inevitable desenlace: glorificar a Dios. El peor crimen de la historia perpetrado al asesinar brutalmente al hijo de Dios, redundó en la exaltación de la gloria de Su amor y en el mayor de los bienes: la salvación de los hombres.
Increíble pero cierto! Dios orquestó cada paso de tu vida incluyendo los pecados en los que participaste y las heridas que cosechaste. Por supuesto, Dios nunca te tentó al mal, pero siempre reguló tu participación con el objetivo de su gloria futura. Sansón sirve como perfecta ilustración. Su nacimiento fue anunciado con privilegio divino, más su vida resultó una calamidad moral que amargó la vida de sus padres. Para Dios no fue una tragedia, sino una estrategia para que Sansón terminase en el centro del templo de Dagón causando el Septiembre 11 de los Filisteos.
El gran arquitecto del universo acostumbra erigir edificios de gracia sobre la ruinas y cenizas de nuestro pasado. Dios no almacena, o destruye nuestra basura sino que la recicla para producir instrumentos óptimos para uso en un mundo estropeado por el pecado. Cristiano, tu pasado no fue un accidente del destino, aun lo peor que viviste será utilizado por Dios para edificar a la iglesia si tú dispones tu vida para ser un instrumento de Su gracia.