Como seres creados a la imagen de Dios, nosotros somos capaces de crear belleza y de apreciar la belleza. Independientemente de que el concepto de hermosura pueda variar de una persona a la otra, o de una cultura a otra, los hombres en general reaccionan a lo que ellos consideran que es hermoso.
Ahora bien, el hecho de que no todos posean el mismo concepto de belleza, y que no todos aprecien del mismo modo lo que ven o lo que oyen, no debe llevarnos a la conclusión de que la belleza es meramente subjetiva y que depende por completo del gusto, de la cultura o de la preferencia de cada cual.
Por ejemplo, David escribe en el Sal. 27:4 que él había demandado una sola cosa del Señor: “Que esté yo en la casa de Jehová todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura de Jehová, y para inquirir en su templo”. El Dios que se revela en las Escrituras es placentero de contemplar. Sin embargo, muchas personas prefieren mantener a ese Dios lo más lejos que puedan de sus vidas, porque no les agrada lo que conocen de Él. De manera que la hermosura de Dios es objetiva; Él es hermoso, pero hay mucha gente que tiene mal gusto por causa de su naturaleza pecaminosa.
El pecado dañó en cierta medida nuestro aprecio por la verdadera belleza, e incluso la esconde de nuestros ojos. Un hombre incrédulo puede apreciar la excelencia de una obra artística, pero no es capaz de apreciar otro tipo de belleza que es infinitamente superior; él está completamente ciego espiritualmente hablando, como dice Pablo en 2Cor. 4:3-4.
Pero uno de los efectos colaterales de la salvación es que produce en nosotros un cambio radical en la forma como percibimos las cosas y que nos permite alcanzar una nueva apreciación por la belleza. Cuando los ojos de nuestro entendimiento son abiertos en la regeneración, podemos apreciar la belleza y la gloria de nuestro Salvador y reaccionar admirados ante ella. Esa es una parte integral de nuestra adoración. Antes estábamos ciegos, pero ahora vemos; y lo que vemos de Cristo nos llena de un gozo inefable y glorioso, como dice Pedro en su primera carta (comp. 1P. 1:8).
El problema es que todos somos susceptibles de ser auto engañados y pensar que estamos respondiendo adecuadamente a la verdad de Dios revelada en Su Palabra, cuando podría ser un mero disfrute del estímulo intelectual y estético que nos brinda la presentación de la verdad en una buena predicación o la hermosura del acompañamiento instrumental de un himno. En otras palabras, fácilmente podemos confundir una respuesta meramente estética con la verdadera emoción que se produce en el corazón del creyente cuando sabe que se encuentra ante la presencia de un Dios lleno de gloria y de majestad.
No hay que ser un creyente para ser movido por la hermosura de una puesta de sol; y aún el más impío de los hombres puede sentir una profunda emoción escuchando el Mesías de Handel. Esto simplemente evidencia el hecho de que el hombre fue creado con la capacidad de responder a la belleza. Pero sólo el creyente puede ir más allá de la mera apreciación artística, al aprecio de una belleza infinitamente superior y que es parte inherente de la verdadera adoración.
Es por eso que al reunirnos como iglesia debemos evitar todo aquello que pueda llegar a ser una distracción del propósito supremo por el cual nos hemos congregado allí: adorar al Dios vivo y verdadero “en espíritu y en verdad”. El exceso en la decoración del edificio o en la música que usamos como acompañamiento, puede llegar a ser un gran obstáculo para la verdadera adoración. Eso no quiere decir que debamos caer en el extremo de hacerlo en una forma mediocre para que no distraiga. Aquello que nos provoca irritación estética también puede convertirse en un obstáculo para adorar. En el Salmo 33:3 se nos exhorta a cantar a Dios cántico nuevo; y luego el salmista añade: “Hacedlo bien, tañendo con júbilo”.
Creo que Dan G. McCartney nos provee un buen balance cuando dice que si la adoración es fea o aburrida, terminará oscureciendo así a Dios y haciendo que Su belleza sea difícil de ver; pero al mismo tiempo, podemos enfocarnos tanto “en el arte creativo humano que una belleza sustituta se interponga en el camino y, por lo tanto, haga de nuevo que la propia belleza de Dios sea difícil de ver”.
Así que no estamos en contra de la belleza en la adoración. “Pero esa belleza, sigue diciendo McCartney, tiene que ser ajustada a su tarea de transmitir el peso y la majestad de Dios. Consecuentemente necesita manifestar simplicidad, sobriedad y ser comedida”. O como dice John Piper, debemos tratar de alcanzar una excelencia que no distraiga. Ese es el balance: una excelencia que no cause distracción. Esa fue una de las preocupaciones de Pablo cuando predicó el evangelio en Corinto:
“Así que, hermanos, cuando fui a vosotros para anunciaros el testimonio de Dios, no fui con excelencia de palabras o de sabiduría. Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado. Y estuve entre vosotros con debilidad, y mucho temor y temblor; y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (comp. 1Cor. 2:1-5).
Esto provoca una tensión saludable al esforzarnos en darle a Dios una adoración excelente, mientras nos cuidamos de no convertir el culto en una sala de espectáculo donde la creatividad artística de los músicos, o incluso del predicador, sea el centro de atención.
Nuestros cultos congregacionales no son un espectáculo. Nos hemos congregado para darle gloria a Dios a través de nuestro Señor Jesucristo, respondiendo a lo que Él ha revelado de Sí mismo en Su Palabra. Si nuestro intelecto, nuestra voluntad y nuestras emociones no son gobernados por el entendimiento de la revelación divina seremos fácilmente manipulados y arrastrados a una falsa adoración.