Más valioso que los dones, el conocimiento y la benevolencia

Uno de los pasajes más chocantes de todo el NT es 1Cor. 13:1-3. Estamos tan acostumbrados a ver este pasaje como un hermoso himno de exaltación al amor, que fácilmente podemos perder de vista el alcance y el impacto de sus palabras.

Lean con cuidado este texto otra vez:

“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve”.

Estas palabras de Pablo son muy claras y contundentes. Sin amor lo más preciado del hombre se reduce a nada; sus más grandes logros se convierten en cero. Los dones espirituales, por ejemplo, son de gran valor, tanto por causa de su origen, como por causa de su propósito.

Los dones son capacidades que el Espíritu Santo da para que el cuerpo de Cristo sea edificado. ¿Hay algo que pueda ser más excelente que los dones? “Sí – dice Pablo; el amor” (comp. 12:31). Si el amor no media en el uso de los dones, éstos vienen a ser menos que nada. Tener dones y no tener amor es no tener nada.

Y lo mismo podemos decir de la benevolencia. ¿Qué puede ser más sublime que entregar todos nuestros bienes para dar de comer a los pobres? Sin embargo, Pablo no sólo da a entender en el vers. 3 que es posible hacer algo como eso sin estar movidos por el resorte del verdadero amor, sino también que la benevolencia hecha por otro motivo que el amor no sirve de nada.

De manera que el amor es central en la vida cristiana. En palabras de Jonathan Edwards, todas las virtudes que distinguen al verdadero cristiano se resumen en el amor. Sin amor es imposible vivir la vida cristiana genuinamente; podríamos hacer un simulacro de cristianismo, pero nada más. El amor es central, una virtud esencial de la vida cristiana, y esto por varias razones.

En primer lugar, el amor es aquello que nos dispone a ejecutar todos nuestros deberes para con Dios y para con los hombres. Es el amor a Dios aquello que dispone nuestro corazón para honrar a Dios como es debido y someternos gozosa y voluntariamente a Su dominio.

Por algo el Señor colocó el mandamiento de amar a Dios a la cabeza de todos los demás mandamientos (comp. Mt. 22:34-38). De esta fuente emana todo lo demás. Es el amor a Dios aquello que nos mueve a obedecerle con una obediencia evangélica, como la obediencia que le dispensa el hijo al padre que ama.

Es el amor aquello que nos mueve a refugiarnos en Dios en tiempos de dificultad. Cuando viene la aflicción hay una reacción natural en todos nosotros a buscar la compañía de aquellos que amamos. Queremos estar cerca de nuestros seres queridos y recibir el consuelo de su compañía. El que ama a Dios se refugia en Dios en tiempos de necesidad.

Es el amor a Dios aquella virtud que dispone nuestro corazón a deleitarse en el hecho de que Dios sea glorificado, aún cuando para ello tengamos que ser nosotros humillados. El que ama a Dios justifica a Dios, y está dispuesto a decir como Pablo: “Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso”. Todos nuestros deberes para con Dios son energizados por el combustible del amor.

Pero lo mismo podemos decir en lo que respecta a nuestros deberes para con los hombres. Rom. 13:8-10. Si amamos al prójimo nos guardaremos de hacer deliberadamente algo que pueda dañarle. Más aún, nos ocuparemos activamente de hacerle bien. La compasión y la misericordia emanan directamente del amor.

Cuando vemos sufrir al que amamos no podemos permanecer pasivos ante su dolor. El amor nos moverá eficazmente a ayudar al hermano a llevar a su carga, a llorar con él en medio de su aflicción, a hacer cuanto esté a nuestro alcance para suplir su necesidad.

Es el amor la virtud que pondrá un cerco alrededor de nuestro corazón para que no envidiemos al prójimo en su prosperidad; aquello que nos moverá a pensar caritativamente de sus acciones; a moderar nuestras pasiones cuando tiendan a levantarse en medio de la ofensa, de los malos entendidos, etc. Dice en Pr. 10:12 que “el odio despierta rencillas; pero el amor cubrirá todas las faltas”.

En segundo lugar, porque cualquier cosa que hagamos que tenga apariencia de virtud no es más que hipocresía cuando es ejecutada sin amor.

Si no es por amor que lo hacemos ya no hay sinceridad en nuestra actuación, ya sea en el contexto de nuestros deberes para con Dios, o de nuestros deberes para con los hombres. O queremos el aplauso y la buena opinión de los hombres, o queremos servirnos de ellos en el momento propicio. Así que mientras aparentamos estar preocupados por la gloria de Dios o el bienestar del prójimo, en realidad estamos preocupados por nuestra propia gloria y nuestro propio bienestar.

En tercer lugar, decimos que el amor es central en la vida cristiana, porque la Biblia enseña que la vida cristiana es una vida de fe, y la fe obra por el amor (Gal. 5:6). Donde no veamos esa obra de amor, podemos concluir que no hay fe, y donde no hay fe tampoco hay vida cristiana.

No podemos concebir la vida cristiana sin fe; pero tampoco debemos concebirla sin amor. Ambos elementos caminan de la mano. Y lo que Dios juntó que no los separe el hombre.

Finalmente, y este último argumento por sí solo encierra todo el peso de los anteriores, decimos que el amor es central en la vida cristiana, el resumen de todas las virtudes cristianas, porque la Biblia así lo declara de manera explícita (comp. Mt. 22:34-40). Por algo Pablo dice en Rom. 13:8 que el que ama ha cumplido la ley.

No creo que necesite elaborar este punto mucho más. Pero ahora quisiera ir más lejos para contemplar cómo la obra del evangelio dispone nuestros corazones para el amor. Pero eso será, Dios mediante, en una próxima entrada.

Más valioso que los dones, el conocimiento y la benevolencia

Uno de los pasajes más chocantes de todo el NT es 1Cor. 13:1-3. Estamos tan acostumbrados a ver este pasaje como un hermoso himno de exaltación al amor, que fácilmente podemos perder de vista el alcance y el impacto de sus palabras.

Lean con cuidado este texto otra vez:

“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve”.

Estas palabras de Pablo son muy claras y contundentes. Sin amor lo más preciado del hombre se reduce a nada; sus más grandes logros se convierten en cero. Los dones espirituales, por ejemplo, son de gran valor, tanto por causa de su origen, como por causa de su propósito.

Los dones son capacidades que el Espíritu Santo da para que el cuerpo de Cristo sea edificado. ¿Hay algo que pueda ser más excelente que los dones? “Sí – dice Pablo; el amor” (comp. 12:31). Si el amor no media en el uso de los dones, éstos vienen a ser menos que nada. Tener dones y no tener amor es no tener nada.

Y lo mismo podemos decir de la benevolencia. ¿Qué puede ser más sublime que entregar todos nuestros bienes para dar de comer a los pobres? Sin embargo, Pablo no sólo da a entender en el vers. 3 que es posible hacer algo como eso sin estar movidos por el resorte del verdadero amor, sino también que la benevolencia hecha por otro motivo que el amor no sirve de nada.

De manera que el amor es central en la vida cristiana. En palabras de Jonathan Edwards, todas las virtudes que distinguen al verdadero cristiano se resumen en el amor. Sin amor es imposible vivir la vida cristiana genuinamente; podríamos hacer un simulacro de cristianismo, pero nada más. El amor es central, una virtud esencial de la vida cristiana, y esto por varias razones.

En primer lugar, el amor es aquello que nos dispone a ejecutar todos nuestros deberes para con Dios y para con los hombres. Es el amor a Dios aquello que dispone nuestro corazón para honrar a Dios como es debido y someternos gozosa y voluntariamente a Su dominio.

Por algo el Señor colocó el mandamiento de amar a Dios a la cabeza de todos los demás mandamientos (comp. Mt. 22:34-38). De esta fuente emana todo lo demás. Es el amor a Dios aquello que nos mueve a obedecerle con una obediencia evangélica, como la obediencia que le dispensa el hijo al padre que ama.

Es el amor aquello que nos mueve a refugiarnos en Dios en tiempos de dificultad. Cuando viene la aflicción hay una reacción natural en todos nosotros a buscar la compañía de aquellos que amamos. Queremos estar cerca de nuestros seres queridos y recibir el consuelo de su compañía. El que ama a Dios se refugia en Dios en tiempos de necesidad.

Es el amor a Dios aquella virtud que dispone nuestro corazón a deleitarse en el hecho de que Dios sea glorificado, aún cuando para ello tengamos que ser nosotros humillados. El que ama a Dios justifica a Dios, y está dispuesto a decir como Pablo: “Sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso”. Todos nuestros deberes para con Dios son energizados por el combustible del amor.

Pero lo mismo podemos decir en lo que respecta a nuestros deberes para con los hombres. Rom. 13:8-10. Si amamos al prójimo nos guardaremos de hacer deliberadamente algo que pueda dañarle. Más aún, nos ocuparemos activamente de hacerle bien. La compasión y la misericordia emanan directamente del amor.

Cuando vemos sufrir al que amamos no podemos permanecer pasivos ante su dolor. El amor nos moverá eficazmente a ayudar al hermano a llevar a su carga, a llorar con él en medio de su aflicción, a hacer cuanto esté a nuestro alcance para suplir su necesidad.

Es el amor la virtud que pondrá un cerco alrededor de nuestro corazón para que no envidiemos al prójimo en su prosperidad; aquello que nos moverá a pensar caritativamente de sus acciones; a moderar nuestras pasiones cuando tiendan a levantarse en medio de la ofensa, de los malos entendidos, etc. Dice en Pr. 10:12 que “el odio despierta rencillas; pero el amor cubrirá todas las faltas”.

En segundo lugar, porque cualquier cosa que hagamos que tenga apariencia de virtud no es más que hipocresía cuando es ejecutada sin amor.

Si no es por amor que lo hacemos ya no hay sinceridad en nuestra actuación, ya sea en el contexto de nuestros deberes para con Dios, o de nuestros deberes para con los hombres. O queremos el aplauso y la buena opinión de los hombres, o queremos servirnos de ellos en el momento propicio. Así que mientras aparentamos estar preocupados por la gloria de Dios o el bienestar del prójimo, en realidad estamos preocupados por nuestra propia gloria y nuestro propio bienestar.

En tercer lugar, decimos que el amor es central en la vida cristiana, porque la Biblia enseña que la vida cristiana es una vida de fe, y la fe obra por el amor (Gal. 5:6). Donde no veamos esa obra de amor, podemos concluir que no hay fe, y donde no hay fe tampoco hay vida cristiana.

No podemos concebir la vida cristiana sin fe; pero tampoco debemos concebirla sin amor. Ambos elementos caminan de la mano. Y lo que Dios juntó que no los separe el hombre.

Finalmente, y este último argumento por sí solo encierra todo el peso de los anteriores, decimos que el amor es central en la vida cristiana, el resumen de todas las virtudes cristianas, porque la Biblia así lo declara de manera explícita (comp. Mt. 22:34-40). Por algo Pablo dice en Rom. 13:8 que el que ama ha cumplido la ley.

No creo que necesite elaborar este punto mucho más. Pero ahora quisiera ir más lejos para contemplar cómo la obra del evangelio dispone nuestros corazones para el amor. Pero eso será, Dios mediante, en una próxima entrada.