Juan 1:14 (RVR1960): “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.”
Es natural pensar que la cruz es el mayor sacrificio de Cristo, ahí donde Jesús tomó el cáliz de la ira de Dios y lo bebió hasta la última gota, culminando con el grito final: “¡Consumado es!”. La magnitud de ese sufrimiento, su profundidad, amplitud y altura merece un asombro eterno, su resonancia infinita se perpetúa en la ordenanza de la Cena del Señor.
Sin embargo, la inmolación de Jesús fue un sacrificio que no comenzó con los clavos de la cruz, sino en la paja del pesebre. La escena de la natividad navideña evoca ternura en nosotros, pero el pesebre es el ícono de la encarnación tanto como la cruz es el de la expiación. De hecho, la encarnación es el fundamento de la redención; la cruz carecería de eficacia y sentido sin esta: el pecado humano no se paga con un sacrificio cualquiera; requiere un sacrificio tan divino como humano.
Dios se hizo como nosotros, para que podamos ser como Él.
La encarnación no es un hecho menor. El Hijo de Dios, eterno e independiente, de quien todo depende y quien no depende de nadie, asumió lo impensable: asumir una naturaleza humana para dejar de ser el Dios adorado y venir a ser un hombre despreciado. Una metamorfosis que no sólo desafía la razón, sino que podría parecer herética.
Y herejía sería si la frase “Dios se hizo hombre” significara que el dejo de ser Dios o que alteró en algo su deidad. ¡Pero esto no fue lo que sucedió! La encarnación no disminuyó su divinidad sino que añadió humanidad; Jesús agregó una naturaleza humana a su naturaleza divina, de manera que es 100% Dios y 100% hombre. Una insólita unión que es tanto indivisible como es inconfundible.
He aquí el sacrificio inicial de Jesús, que siendo igual a Dios, condescendió para tomar una naturaleza humana, y no por algunos años mientras cumplía su misión -como si su humanidad fuera un traje desechable a descartar tras su muerte-, sino por toda la eternidad. ¡Qué compromiso!
Recordemos que la misión del Hijo no solo era salvarnos de las llamas del infierno sino conducirnos a la comunión con Dios Padre, al mismo nivel que él la disfruta. Esto mismo pidió Jesús antes de dirigirse a la cruz, al Padre, en Juan 17:20-23 (RVR 1960):
20 Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, 21 para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. 22 La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. 23 Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.
¡Oh, misterio de misterios! Esta conexión no solo requería a Dios participar de la naturaleza divina, sino también que nosotros participemos de su naturaleza divina impartida por Cristo mediante su Espíritu, de acuerdo con 2 Pedro 1:3.
Que sacrificio que Dios se dignó a condescender, a arroparse de la carne humana para convertirse en el Dios hombre, ¡eternamente!
Es nuestro deseo en Logos que, en esta Navidad, no solo mires el pesebre como una mera decoración, sino que contemples la asombrosa verdad que envuelve: el milagro e indecible sacrificio de la encarnación.
“Dios se hizo como nosotros, para que podamos ser como Él.”