Salvación y Obras

La humanidad desde la antigüedad ha estado en búsqueda de algún tipo de “salvación”.

Los griegos pedían ser salvados de la ignorancia, el pueblo hebreo de pueblos opresores, Roma de los Judíos, los Judíos de la opresión romana, los budistas del apego, y los trabajadores de los impuestos. El concepto de salvación ha estado impregnado en todas las culturas del mundo, no es un concepto nuevo.

No obstante, el gran hecho de que Jesús caminó entre nosotros, trae una profunda revolución a este concepto ya que la salvación que el ser humano buscaba con tanta desesperación era más bien pragmática, algo que lo beneficiara de manera inmediata y para sus propios intereses terrenales.

Desde la predicación de Juan el Bautista para arrepentimiento, la salvación comenzó a tomar una forma muy distinta a la que se conocía por los pueblos y culturas existentes. La gran mayoría concebía una salvación terrenal, pero Jesús vino para traer una salvación que no está delimitada a lo terrenal, sino que se extiende a una realidad sobrenatural donde nuestra relación con el Dios verdadero es restaurada.

Esta nueva interpretación de salvación se convierte en algo revolucionario cuando el contenido de la predicación resulta en que el hombre no puede ganarla, en cambio,  participa de ella por medio de Jesucristo. Por supuesto, esto adquiere sentido cuando entendemos que Dios es justo en su Ser y por ende es imposible que se desvíe de su propia justicia (Stg 1:17), ser “Santo, Santo, Santo”; le hace  incapaz de mirar el más pequeño de los pecados con tolerancia. Por lo tanto, ningún hombre; excepto Jesucristo, puede suplir a la perfecta y santa justicia del Señor.

Por eso el sacrificio de nuestro Señor es el acto de amor más grande que podamos contemplar a través de la historia de la humanidad. Y aquí es donde nos preguntamos, ¿en qué momento perdimos esto de vista? Gracias a Dios, el movimiento de la Reforma en el siglo XVI trajo de vuelta la perspectiva bíblica de la salvación, en contraste con una salvación que se puede ganar e incluso se puede comprar.

El Dr. Felix Muñoz, en su obra Teología Bíblica Sistemática y Expositiva, expone que la base soteriológica de la mitología egipcia, el islam, el hinduísmo, el budismo, e incluso el judaísmo, apuntan a las obras personales y el cumplimiento de una ley como puntos clave. El cristianismo es la única cosmovisión que basa su salvación en la persona y obra de Cristo, no en las obras personales (y aún así es rechazado).

Este acto es evidencia de la gracia de nuestro Dios y esto también lo muestra como el Dios verdadero, debido a que  es el único con un conocimiento tan preciso del  ser humano que consideró en esto la incapacidad del hombre para cumplir Su ley perfecta. No obstante, la arrogancia del ser humano, aún conociendo a Cristo, es de tal calibre que incluso después de mirar la obra consumada de Cristo en la cruz sus pensamientos son:  “yo lo pude haber hecho mejor”.

Eso es lo que develan aquellas doctrinas que constantemente agregan requisitos y mediadores a la salvación, como si la obra de Cristo no fuera suficiente. Existe un optimismo arrogante y ciego, le hace pensar al ser humano que aún puede hacer algo para ganar su salvación o agregar gracia a la gracia, como si ésta en sí misma también fuera insuficiente. El ego de nuestra naturaleza pecaminosa parece insistir en demostrar que hay algo bueno en nosotros, lo competentemente santo para suplir la justicia perfecta de un Dios santo.

Los sistemas religiosos con esta insistencia terminan por esclavizar la conciencia del creyente en dos sentidos. En primer lugar, la esclaviza haciéndole creer que con la simple práctica de ritos y acciones “piadosas” puede asegurar su salvación mientras su corazón permanece en incredulidad y su alma en la condena.

La segunda manera de esclavizar  la conciencia es en la evidente falta de capacidad para cumplir un estándar moral lo suficientemente alto, recto o perfecto como para ganar su salvación, esto mantiene al creyente en una constante duda sobre ésta y un esfuerzo superficial por mostrar acciones que aparentan ser piadosas pero vacías de amor por Dios. Como dijo el profeta Isaías, lo honran con sus labios, pero con el corazón muy lejos del Señor (Is. 29:13).

De esta manera, el cristianismo se convierte en una religión de exigencias morales y prácticas rituales que imponen cargas pesadas para la gente tal como lo hicieron los fariseos para el pueblo de Israel, en lugar de una cosmovisión basada en el amor y la gracia de Dios. La Biblia es clara en cuanto a la gracia como el fundamento de la salvación y a la fe como  su instrumento. Nuestras obras no pueden salvarnos de ninguna manera, pues  carecen de tal perfección capaz de satisfacer la justicia de Dios. Por ello, el apóstol Pablo en su carta a los efesios nos recuerda que somos salvos por medio de la fe y que esto no proviene de nosotros, es un regalo de Dios (Ef. 2:8).

¡Por supuesto que lo son! Pero su correlación no es de causa sino de consecuencia, no son para ganar nuestra salvación, en realidad  son evidencia de ella. Nuestra salvación se manifiesta primero en una transformación profunda en la que amamos al Señor con todo el corazón, toda el alma, toda la mente (Mt 22:37), para luego adentrarnos en la batalla contra nosotros mismos, el mundo y Satanás, donde con ahínco luchamos en hacer la voluntad de Dios; aún con obras imperfectas pero que, siendo energizados por el Espíritu Santo, constantemente progresamos con el fin de ser conformados a la imagen de Jesús (Ro. 8:29).

¿Esto significa que las obras no son importantes?

La gracia y el amor de Dios se manifiestan no sólo en brindar el medio de salvación, lo hace también cuando somos regenerados para vivir en este mundo contra-culturalmente, nos hace destacar en un mundo lleno de oscuridad por la manera en que hemos sido habilitados para ser reflejo de la luz del Señor. Ahí es donde las obras entran en este cuadro, como el destello de la luz de nuestra salvación irradia sobre nosotros, es decir, la salvación del creyente se hace evidente por dicho resplandor, como una luz guía sobre un escenario en tinieblas.

En un sentido profundo, nuestras obras hacen visible que somos discípulos de Jesús, no por prácticas de ritos religiosos y actos con apariencia de piedad, sino porque una vez siendo salvos son transformados nuestra forma de pensar, sentir y actuar  para con Dios, con nosotros mismos y con otros. No significa que a partir de ahí seamos perfectos, sino que aún cuando llegamos a pecar viene a nosotros un arrepentimiento santo, cuando atravesamos una crisis en nuestra vida es evidente la piedad en la angustia, en cada momento es notorio la manera en que Jesús es nuestro Señor y Salvador.

Ser regenerados es una implicación de nuestra salvación, y a su vez, trae consecuencias a la vida del creyente como las buenas obras. Es  necesario entender que las obras que el creyente es capaz de hacer no son por completo de su propia autoría, todas ellas  son energizadas por el Espíritu Santo que ahora mora en él.

Sin embargo, esta no es como una relación de títere y titiritero, sino como un maestro y discípulo. Antes, éramos nosotros quienes fijaban el estándar y los criterios con los cuáles manejábamos  nuestra vida, esa “independencia” nos llevó a pecar terriblemente delante de Dios. En Cristo hoy nos hemos arrepentido de ello; ahora entendemos que Dios estableció criterios y estándares que no son la exigencia de un dictador, sino que en su infinita sabiduría fueron diseñados como algo bueno. Todo lo que Dios ha mandado es bueno para el ser humano en todo sentido.

Al entender esto, amamos la ley de Dios por Dios mismo, y así nos volvemos discípulos de Jesús. Quien ha sido salvado por su fe en Cristo, se convierte en discípulo de Jesús consecuentemente por el hecho de que ahora permanece en Su palabra (Jn 8:31). Ser Su discípulo se refleja en obras que se manifiestan en dos círculos de nuestra vida, tanto dentro de la iglesia como fuera de ella.

¿Cómo se ven las obras dentro de la iglesia?

Los discípulos de Jesús cuentan con una enorme bendición, la cual es una manera en que el amor de Dios se hace presente en esta tierra, esto es ser miembro del cuerpo de Cristo, la iglesia. Con esto, Jesús dio una señal específica para reconocer a aquellos que son Sus discípulos y que hoy, como tal, necesitamos tomar muy en serio para con nuestros hermanos en Cristo específicamente; amarnos los unos a los otros como Jesús nos ha amado (Jn 13:34-35).

La iglesia es la comunidad a la cual  pertenecen aquellos que han entregado su vida a Cristo y son Sus discípulos activos, pero no como un grupo secreto que mantiene a su gente aislada, o alejada de la sociedad, sino como una comunidad de la cual emana el amor de Cristo, no sólo para cada miembro de la iglesia sino para el mundo entero, diseñada para tener un impacto cultural importante. El amor entre salvos, discípulos de Jesús, hermanos en Cristo, es el testimonio de la iglesia como aquellos que han recibido misericordia y gracia por parte de Dios. Es en ese círculo donde se debe marcar la diferencia entre nuestra vida pasada y la nueva vida recibida  por gracia de Dios.

Sin Cristo, nuestra forma de relacionarnos  con otros es sumamente defectuosa, pero cuando conocemos a Cristo y somos añadidos a Su familia, entonces las diferencias se vuelven visibles  porque  donde el mundo deshonra, la iglesia honra. Si nuestro hermano ha caído, lo levantamos y lo abrazamos, mas no lo juzgamos; si se ha equivocado, lo perdonamos, no esperamos que su equivocación lo alcance para satisfacer nuestra justicia; si ha sido bendecido, nos alegramos con él, no deseamos lo que tiene; hacemos todo esto de la misma manera en que Cristo lo hizo con nosotros. Esto es amar a nuestros hermanos como Jesús nos ha amado. Así se manifiestan nuestras obras consecuentes a nuestra salvación.

¿Cómo se ven las obras fuera de la iglesia?

En cuanto al ámbito externo a la Iglesia, el amor de Cristo dentro de ella debe ser tal que su fuerza impacte a aquellos que no lo conocen o incluso aquellos que se levantan contra la idea de Dios. Esto significa que nuestra manera de compartir el Evangelio es con el mismo amor que emana de la iglesia.

Las palabras son de poco o ningún valor  cuando queremos transmitir el Evangelio si no lo hacemos con el mismo amor con el que Jesús mismo lo comunicó; en ocasiones, en lugar de esto, nuestro evangelismo puede convertirse en un debate para tener la razón al buscar  la ridiculización de las ideas de la contraparte, pero ese no es el objetivo.

No obstante, el corazón de alguien que ha experimentado la salvación del Señor es profundamente genuino, se duele por el estado espiritual del incrédulo, y estimula a compartir el mensaje de Jesús con el mismo corazón  que lo motivó a Él a subir a la cruz para el perdón de nuestros pecados y así fuésemos habilitados para recibir salvación. Es ese amor el que necesitamos desarrollar en nuestra comunidad y el que debemos transmitir hacia quienes no lo conocen.

Nuestra salvación se manifiesta de esta manera, obras que son consecuencia de un corazón transformado, mas no para ganarnos un derecho que no está a nuestro alcance en absoluto, si fuera así, ni siquiera podríamos producirlas por nuestra propia cuenta. Por eso el Evangelio de Juan deja claro que aquellos que lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, a quienes  creen en Su nombre (Jn 1:12).

Si hemos de recibir un regalo tan inmenso como lo es la paz para con Dios (Rom 5:1) y Su dádiva que es vida eterna (Rom 6:23), nuestra vida debe ser un reflejo de tan inmensurable bendición y de Aquel que nos la ha brindado. Como lumbreras en medio de la oscuridad, así es como nuestra vida, luego de ser salvados por Jesús, se ve en la cultura y de esa manera es que impactamos como quienes son hijos de Dios. Si nuestra vida no marca una diferencia de esta manera, entonces es momento de revisar la vida “cristiana” que hemos llevado hasta el día de hoy.