¿Quiénes son los herederos de la promesa dada por Dios a Abraham?

Para responder esta pregunta, voy a tomar otra pregunta como punto de partida: ¿Era Abraham judío cuando Dios lo llamó a salvación? Obviamente no, porque la nación de Israel no existía en ese tiempo. Esa nación habría de salir de Abraham, pero Abraham mismo no era más que un gentil incircunciso cuando Dios lo llamó y lo justificó por medio de la fe (comp. Gn. 15 y 17). Basado en ese hecho histórico, Pablo arriba a algunas conclusiones en el capítulo 4 de su carta a los Romanos:

“¿Es, pues, esta bienaventuranza solamente para los de la circuncisión, o también para los de la incircuncisión? Porque decimos que a Abraham le fue contada la fe por justicia. ¿Cómo, pues, le fue contada? ¿Estando en la circuncisión, o en la incircuncisión? No en la circuncisión, sino en la incircuncisión. Y recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe que tuvo estando aún incircunciso; para que fuese padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia; y padre de la circuncisión, para los que no solamente son de la circuncisión, sino que también siguen las pisadas de la fe que tuvo nuestro padre Abraham antes de ser circuncidado. Porque no por la ley fue dada a Abraham o a su descendencia la promesa de que sería heredero del mundo, sino por la justicia de la fe. Porque si los que son de la ley son los herederos, vana resulta la fe, y anulada la promesa” (Rom. 4:9-14).

Dios hizo las cosas en ese orden, primero el llamamiento a salvación y luego la circuncisión, para que todos los creyentes, judíos y gentiles, fuesen abarcados por la promesa contenida en el pacto de Abraham. De ahí las palabras de Pablo en Rom. 2:28-29 y 9:6-8, así como en Gal. 3:6-9 y 16:

“Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios” (Rom. 2:28-29).

“No que la palabra de Dios haya fallado; porque no todos los que descienden de Israel son israelitas, ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos; sino: En Isaac te será llamada descendencia. Esto es: No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes” (Rom. 9:6-8).

Pablo lo plantea de este modo en Gal. 3:6-9: “Así Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia. Sabed, por tanto, que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios había de justificar por la fe a los gentiles, dio de antemano la buena nueva a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. De modo que los de la fe son bendecidos con el creyente Abraham”.

Luego Pablo pasa a explicar que la salvación de los pecadores no depende de su obediencia a las obras de la ley, sino de la obra de Cristo y de la cual nos apropiamos por medio de la fe. Pero ahora noten lo que dice en el vers. 16: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo”.

Dios hizo un pacto con Abraham y su simiente. Pero ahora Pablo aclara que esa simiente de Abraham no es otro que nuestro Señor Jesucristo; dado que todos aquellos que creemos en Cristo, hemos sido unidos a El por la fe, nosotros somos también herederos de esa promesa: “De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe. Pero venida la fe, ya no estamos bajo ayo, pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gal. 3:24-29).

El pueblo de Dios está conformado por judíos y gentiles que creen en Cristo, de modo que ahora todos participamos de las promesas contenidas en los pactos que Dios hizo con Su pueblo (comp. Ef. 2:11-13, 19). Es por eso que en Ef. 6, cuando Pablo dirige unas palabras a los hijos, es decir, tanto judíos como gentiles, les dice en los vers. 1-3: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa; para que te vaya bien, y seas de larga vida sobre la tierra”. El texto que Pablo está citando aquí es Ex. 20:12, donde dice: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da”, una clara referencia a la tierra prometida en el pacto con Abraham, que ahora Pablo aplica a estos hijos gentiles en la iglesia en Éfeso.

Es obvio que la tierra de Canaán no era más que una figura de una promesa mucho más amplia, y de la cual somos partícipes todos aquellos que hemos creído en Cristo: “Así que, ninguno se gloríe en los hombres; porque todo es vuestro: sea Pablo, sea Apolos, sea Cefas, SEA EL MUNDO, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1Cor. 3:20-21).

En conclusión, aunque los hechos ocurridos en el nacimiento del Estado Moderno de Israel no escapan al control soberano de Dios sobre toda Su creación, en mayo de 1948 no se cumplió ninguna profecía bíblica particular concerniente al retorno del pueblo de Israel a Palestina. De hecho, en muchas de las profecías del AT donde se habla de un retorno de Israel a su tierra, colocan ese retorno en el contexto de una conversión genuina de los judíos y su consecuente restauración como pueblo del pacto (Deut. 30:1-10).

Estas palabras de Moisés, en Deut. 30, tuvieron un cumplimiento parcial en los días de Esdras y Nehemías, pero no es lo que ha ocurrido con el pueblo de Israel en la actualidad. Israel como nación desechó a su Mesías y por ese hecho fue desechada por Dios como pueblo del pacto. Y todavía en el día de hoy permanecen en la misma condición de dureza, aunque su endurecimiento ha sido parcial, como espero explicar en otros artículos de esta serie (comp. Mt. 21:33-44). Es en el contexto de ese rechazo que el Señor profetizó en el Sermón del Monte de los Olivos que el templo sería destruido, y que los judíos caerían a filo de espada y llevados cautivos a todas las naciones.

Hubo un cambio radical en los tratos de Dios para con este pueblo, en el sentido de que el reino de Dios ha sido traspasado ahora a una comunidad de judíos y gentiles creyentes, que juntos conforman el pueblo de Dios del nuevo pacto: La Iglesia. La pregunta que debemos hacer ahora es: ¿Qué repercusión tiene todo esto en la crisis que hoy se vive en Medio Oriente?

En primer lugar, esto nos enseña que ninguna de las dos partes envueltas en este conflicto debe apelar a ningún derecho divino sobre la tierra para apoyar sus reclamos, sino más bien a principios universales de justicia aplicados a las relaciones internacionales.

Israel es un estado reconocido por la comunidad internacional, eso es un hecho; como también es un hecho que los palestinos que habitaban esa tierra por generaciones fueron expulsados cruelmente de su territorio y obligados a vivir como exiliados, en condiciones muchas veces infrahumanas. En el 2001 la ONU registró 3.7 millones de palestinos refugiados.

Cualquier solución que se busque a ese conflicto debe tomar en cuenta ambas realidades. Plantear que el pueblo de Israel es una nación escogida para apoyar todo lo que Israel hace, no sólo es torcer las enseñanzas bíblicas, como espero haber podido demostrar, sino también dar lugar a tropiezos innecesarios. Por supuesto, también es inconsecuente en un cristiano apoyar actos terroristas como respuesta a lo que se considera una agresión injustificada. Tanto los árabes como los judíos tienen la misma necesidad del evangelio y nosotros debemos procurar ministrar eficazmente tanto a unos como a otros. Pero si damos la impresión de apoyar actos injustos, quienquiera que los cometa, no solo estamos poniendo un estorbo al evangelio delante de aquellos que están en el lado contrario, sino también de aquellos que, sin ser parte afectada en el conflicto, se sienten humanamente identificados en este problema con una de las partes.

Por otro lado, el sufrimiento de árabes e israelíes debe ser motivo de tristeza para nosotros como creyentes. No podemos permanecer indiferentes al drama humano que se vive en Medio Oriente, independientemente de si los que sufren son judíos o palestinos.

Debemos orar para que el Señor en Su gracia común de cordura a ambas partes, de modo que se logren acuerdos justos que traigan como resultado una paz más permanente; pero también debemos clamar a Dios que envíe más misioneros a aquella región que prediquen el evangelio, el mensaje por medio del cual los hombres son reconciliados con Dios y reconciliados entre sí (comp. Ef. 2:11-16). El problema primario del hombre no es la economía, ni la política, sino las pasiones que combaten en nuestros miembros. Y esas pasiones solo pueden ser puestas bajo control por la gracia y el poder del Espíritu de Dios.

La crisis en Medio Oriente, y en muchos otros lugares del mundo, no es más que la misma que se vive hoy día en muchos hogares y en muchas sociedades, solo que a una escala mucho mayor. El problema es el pecado y la solución es la oferta del evangelio: Que Dios en Su bondad, envió a Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, a morir por pecadores, a pagar la deuda que todos hemos contraído con la justicia divina por causa de nuestras transgresiones. Y ahora, en base a esa obra de redención de nuestro Señor, Él ofrece el perdón de nuestros pecados y el don de la vida eterna para todo aquel que cree.

¿Saben por qué nos afecta la crisis del Medio Oriente? Porque todos tenemos en nuestro interior un sentido de justicia, como seres creados a la imagen de Dios, y porque en el fondo de nuestros corazones sabemos que, por esa misma imagen, el hombre posee una dignidad especial por encima de los demás seres vivos que pueblan este planeta.

Nadie comenta el “terrible drama” que hoy padecen los perros, los gatos, los ratones y las cucarachas que hay en ese territorio, porque, independientemente de lo que digan los miembros de la sociedad protectora de animales, el verdadero drama es el de miles de hombres, mujeres y niños que en cualquier momento pueden ser destrozados por un misil enemigo.

Ese sentido de justicia que tienes en tu interior no es más que un reflejo imperfecto de la justicia perfecta de Dios, ante el cual te presentarás algún día para dar cuenta de tus pecados. Y lo que el evangelio anuncia es que Él mismo hizo provisión, a través de la persona y la obra de Su Hijo, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, más tenga vida eterna.