Cuando mencionamos el nombre de Juan Bunyan, muchos piensan de inmediato en su famosa obra “El Progreso del Peregrino”. Y no sin razón. Este es uno de los libros más leídos después de la Biblia y un verdadero tesoro espiritual que parece no agotarse nunca. Pero Bunyan escribió muchas otras obras, incluyendo otra alegoría con una riqueza similar a la anterior, titulada “La Guerra Santa”, donde describe con un simbolismo sumamente gráfico la guerra espiritual entre Cristo y Satanás por la ciudad de “Alma Humana”.
En medio de aquella ciudad había “un palacio muy célebre y majestuoso [‘el corazón’, el asiento de nuestra personalidad, nuestro ser interior]. Por su capacidad de resistencia, podía ser llamado un castillo; por lo placentero que era, un paraíso; por su tamaño, un lugar tan inmenso que podía contener todo el mundo. Este lugar el Rey Shaddai lo dispuso para sí, y para nadie más que para sí; en parte por lo placentero que era el lugar mismo, y en parte porque no quería que el terror de los extraños cayera sobre la ciudad [lo que controla el corazón, controla toda nuestra vida]. De este lugar hizo también Shaddai el cuartel de guarnición, pero encomendó su cuidado sólo a los hombres de la ciudad” (La Guerra Santa; pg. 13-14).
Dios diseñó el alma humana para ser Su habitación, el lugar donde Él habría de reinar como el Soberano. Y así fue al principio de la creación, hasta ese fatídico momento cuando Alma Humana decidió jurar por otra bandera y ponerse bajo las órdenes de otro monarca, quedando así vacía de Dios y profundamente afectada en todas sus facultades: el intelecto, la voluntad, las emociones. Ese vacío de Dios hace que el hombre se sienta insatisfecho, y esa insatisfacción lo coloca en una posición sumamente peligrosa, porque tratando de llenar el vacío cae en la idolatría.
La idolatría no es otra cosa que el alma humana buscando satisfacer sus anhelos en todo aquello que no puede satisfacerle. Como bien escribió Agustín de Hipona al inicio de sus Confesiones: “Porque nos has hecho para ti… nuestro corazón anda siempre desasosegado hasta que se aquiete y descanse en ti”. Por eso la idolatría destruye a sus adoradores, porque no importa con qué tratemos de llenar el vacío del alma (bienes, fama, placeres, relaciones humanas de cualquier tipo), ninguna de esas cosas puede sustituir a Dios, que es lo que el alma realmente necesita.
¿Cómo puede repararse, entonces, el daño tan profundo que la caída ha producido en nosotros? El Espíritu Santo tiene que regenerarnos, impartir en nosotros una nueva vida espiritual, por medio de la cual somos capacitados para ejercer fe en la Persona y la obra de Cristo y entregarnos por entero a Él. Y a partir de ese momento, al igual que con cualquier otra entidad viviente, esta nueva vida que el Espíritu imparte en la regeneración debe comenzar a ser nutrida para desarrollarse y crecer.
Así se inicia un proceso de santificación que dura toda la vida y cuya meta es conformarnos cada día más a la imagen de nuestro Señor Jesucristo. Pero como el pecado todavía mora en nosotros y nos seduce, ese proceso de santificación y crecimiento espiritual no será sin lucha. Aunque la simiente de gracia fue implantada en nuestras almas, todavía queda mucha hierba mala que cortar diariamente: motivos y pensamientos pecaminosos, las seducciones del mundo, la apatía espiritual. De ahí la urgente necesidad de seguir el consejo de Salomón en Pr. 4:23: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida”.
Todos tenemos pertenencias que debemos cuidar, cosas valiosas que debemos proteger; pero de todas ellas, ninguna es más importante que el corazón. Por eso debemos guardarlo y protegerlo con más esmero que cualquier otra cosa en el mundo. ¿Sabes por qué? Porque lo que domina tu corazón domina tu vida entera. El verdadero estado de tu vida espiritual lo determina el estado de tu corazón.