Un nacimiento que ha divido al mundo en dos

En estos días que el mundo celebra la Navidad quisiera meditar brevemente en una escena de los evangelios que, en cierto modo, conecta el nacimiento de Cristo con Su muerte. Me refiero al pasaje en que José y María llevan al niño recién nacido a circuncidarlo al templo y allí se encuentran con Simeón: Lc. 2:21-35.

No sabemos con exactitud quién era Simeón, pero al menos sabemos que era un hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel. En otras palabras, Simeón estaba a la espera de la llegada del Mesías que ampliamente había sido prometido por los profetas del AT.

Lucas nos dice también que era un hombre lleno del Espíritu Santo, y que Dios le había revelado que antes de su muerte habría de ver a ese Mesías prometido. Así que en el momento en que José y María van al templo a presentar a Jesús conforme a lo establecido en la ley de Moisés, el Espíritu de Dios mueve a Simeón para que se encuentre con ellos.

Y tan pronto ve al niño lo toma en sus brazos, y bendice a Dios diciendo: “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, La cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (vers. 29-32). Pero lo más asombroso son las palabras proféticas que Simeón pronuncia en los vers. 34-35, que son las que deseo comentar en esta entrada: “He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones”. Tres cosas profetiza Simeón acerca de este niño.

La primera es que sería el causante de una profunda división.

Todos sabemos que el nacimiento del Señor Jesucristo dividió en dos la historia humana. Cada vez que escribimos una fecha somos obligados a reconocer el impacto de Jesús en la historia. Pero Simeón nos dice aquí que el impacto de Su venida sería mucho más profundo. No se trata simplemente de un asunto de fechas, sino de destino. El destino de todos los hombres que han vivido, viven y vivirán, ha quedado indisolublemente conectado con la persona de Cristo. “He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel”. En otras palabras, muchos serán arruinados y destruidos, mientras que muchos otros serán salvados; y lo que marcará la diferencia entre unos y otros se encuentra íntimamente relacionado con ese niño de apenas 8 días de nacido que Simeón tenía en sus brazos en aquel momento. Todos caen o se levantan por Él.

Con la venida de Cristo el mundo quedó dividido en dos grupos: los que creen en Él y los que no creen; los que le aceptan y los que lo rechazan; los que se someten a Su señorío y los que continúan en obstinación. Pero nadie permanece neutral ante Él. Dice el mismo Señor en Lc. 11:23: “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama”. Es imposible permanecer indiferentes ante la Persona de Cristo. Los que rehúsan postrarse ante Él están tomando la decisión de revelarse contra Él y por eso se arruinarán eternamente.

Pero así como Simeón se refiere a la condenación como una caída, así también habla de la salvación como un levantamiento. El pecador que está postrado en sus delitos y pecados, aplastado por el peso de la culpa, por el peso de una conciencia culpable, es levantado por Dios cuando recibe de Él por la fe completo perdón de todas sus transgresiones.

Lo segundo que Simeón profetiza acerca de este niño es que se levantaría una fuerte oposición en Su contra.

“He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma)”. Este niño sería una señal en el sentido de que Su vida y Su obra no serían un fin en sí mismo; Su misión era señalar el camino hacia el Padre (Jn. 14:6). Sin embargo, a pesar de que era una señal muy clara, a pesar de que las marcas de Su mesianismo eran tan evidentes, Simeón profetiza que sería contradicha, que se levantaría una fuerte oposición alrededor de Él.

Nunca ha habido nadie tan extraordinario como Cristo; nadie que haya vivido la vida que El vivió, ni que haya hablado las palabras que El habló, ni que haya hecho las cosas que El hizo. Nadie. Pero tal como fue profetizado, desde su mismo nacimiento, Cristo tuvo que enfrentar esta contradicción de los hombres. Herodes ordenó su muerte siendo apenas un niño de unos 2 años de edad, y eso no fue más que el preámbulo del odio que levantaría a Su alrededor a lo largo de toda Su vida. Y no porque hubiese defecto alguno en Cristo; el defecto estaba en el corazón de los hombres que no quieren interpretar adecuadamente la señal. Es una señal tan clara como la luz del medio día, pero se rehúsan a verla.

Cristo diría más adelante en Jn. 3:19: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que hace lo malo, aborrece la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas”.

El hombre ama su pecado, y por eso aborrece a Cristo con la misma pasión y el mismo celo con que ama su maldad. Eso levantaría una gran oposición contra Jesús que sería motivo de gran dolor para Su madre María. Es a eso que se refiere Simeón cuando le dice en el vers. 35 que una espada traspasaría su alma. A lo largo del ministerio de Cristo María tendría que padecer un dolor agudo en su corazón por el odio enconado de los hombres contra su Hijo. Su corazón de madre habría de partirse en mil pedazos, como si fuese traspasado por una espada, sobre todo cuando tuvo que contemplar a su Hijo clavado en la cruz.

Ese niño recién nacido, no era otro que el Cordero de Dios que habría de ser sacrificado por los pecados de todos aquellos a quienes Él vino a salvar. Ese niño nació para morir, para dar Su vida en rescate por muchos.

Lo tercero que Simeón profetiza es que el verdadero carácter de los hombres sería revelado en la actitud que asuman hacia la Persona de ese Mesías que acababa de nacer.

Dice Simeón el versículo 35 que todo eso sucederá “para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones”. En otras palabras, la postura que un hombre asume respecto a Cristo y Su obra revela la verdadera condición de su corazón. “Todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz, dice en Jn. 3:20, y no viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas”.

Los hombres ponen muchas excusas para no creer, pero la razón real es que aman el estilo de vida que viven, independientemente de lo que Dios piense al respecto. Puede que sean personas decentes y caritativas, religiosas incluso. Los que mataron a Cristo eran religiosos, algunos de ellos muy celosos de sus tradiciones. Iban al templo todos los sábados, daban diezmos de todo lo que ganaban, y eran externamente intachables. Pero la actitud que asumieron hacia el Mesías reveló con toda claridad que tenían el corazón dañado. No es lo que un hombre dice con su boca, sino lo que hace con Cristo, lo que revela su condición delante de Dios. Él es el único camino de acceso al Padre, la única puerta de entrada para entrar en el reino de los cielos, el único en quien puedes encontrar el perdón de todos tus pecados.

Querámoslo o no, nuestro destino está ligado indisolublemente a Él. Nadie puede evadir esa realidad. Nuestra condición eterna depende de la actitud que asumamos hacia el Salvador de los pecadores que nació hace cerca de 2000 años en una pequeña aldea de Belén.        Quiera el Señor usar escritos como este, y muchos otros que seguramente serán publicados en estos días, para llamar a pecadores al arrepentimiento y a la fe, de manera que puedan ser partícipes de las nuevas de gran gozo que el ángel anunció a los pastores aquella primera Navidad: “No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO el Señor” (Lc. 2:10-11).

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