Imaginemos por un momento que nosotros vivimos en el tiempo en que ocurrió el milagro extraordinario que se narra en Hch. 3, cuando Pedro y Juan sanaron a un cojo en el nombre de Jesús a la entrada del templo de Jerusalén, y que nos presentamos en la casa de este hombre al día siguiente de haber sido sanado. ¿Cuál es el ambiente que esperaríamos encontrar en aquel hogar? Muy probablemente encontraremos un clima de asombro y gratitud, todo el mundo hablando del hecho tan sorprendente que ocurrió el día anterior; a cada vecino que llega, a cada familiar y conocido le cuentan la misma historia, una y otra vez.
Pero supongamos que visitamos esta casa 6 meses después, ¿qué deberíamos encontrar allí? Antes de responder esta pregunta, permítanme decirles lo que tal vez encontraríamos en muchos hogares. Ya pasó el tiempo del asombro, ya la gente se acostumbró al efecto inicial del milagro y todo volvió a la normalidad; ese gozo inicial, ese espíritu de gratitud y alabanza, ya se evaporó.
Ahora bien, ¿debería ser así? No necesariamente. Entendemos que la manifestación de alboroto que había al otro día de la sanidad haya variado en sus manifestaciones; pero se supone que este hombre y esta familia deberían conservar fresco en sus memorias lo que Dios hizo por ellos, y así mantener el mismo espíritu de gozo, gratitud y alabanza. Se supone que a medida que pasen los días este hombre descubrirá nuevas razones dentro de su nueva condición para seguir dando gracias a Dios y gozándose en lo que ha hecho por él. Ahora puede movilizarse por sí solo, salir a trabajar y no depender de la caridad pública. Cuando los amigos lo invitan a ir a caminar por ahí, y este hombre, que se pasó la vida entera confinado a ciertos lugares, de repente se ve posibilitado de salir aquí y allá, de ver cosas que nunca había visto, cada una de esas experiencias debe convertirse en motivos adicionales para seguir cultivando un espíritu agradecido y gozoso, un espíritu de alabanza y adoración.
Y si eso es así en el caso de un hombre que ha sido el recipiente de un milagro de sanidad, cuánto más en el caso de aquellos que han sido los recipientes de la obra redentora de Cristo.
Pensemos por un momento en lo que Cristo ha hecho por cada cristiano. Aquí tenemos a un pecador que no tenía ni idea de la terrible condición en que se encontraba, ni del infierno que le aguardaba al final de sus días. No sabe que él es un esclavo; que su padre espiritual, su amo y señor es el diablo, el enemigo de su alma que está procurando por todos los medios posibles de destruirlo por completo.
Este individuo está solo en el mundo, sin esperanza y sin Dios. Conoce gente, y tiene amigos, pero aun si tuviera la suerte de contar con amigos fieles, son seres humanos con sus limitaciones, con sus propios problemas. Y de repente entra en contacto con el evangelio, sus ojos son abiertos para ver su condición y lo que Cristo hizo para salvar a pecadores como él, se arrepiente de sus pecados y se convierte al Señor.
Y todo un universo de cosas nuevas se abre delante de sus ojos. Ahora sabe que fue escogido para salvación desde antes de la fundación del mundo, que todos sus pecados fueron perdonados porque Cristo, el Hijo de Dios, pagó su deuda completa muriendo como un criminal en una cruz. Ahora sabe que tiene un Padre en los cielos, amante, bueno, sabio, omnisciente, todopoderoso. Sabe que cuenta con un Salvador que ha prometido estar con él todos los días hasta el fin del mundo. Sabe que puede entrar al trono mismo de Dios cuantas veces quiera, y encontrar allí la gracia que necesita para el socorro oportuno.
Sabe que cuenta con un manual perfecto, las Sagradas Escrituras, a través del cual puede regir su vida en todos los aspectos: su relación con Dios, su vida familiar, laboral, etc. Y sobre todas las cosas, un libro a través del cual Dios mismo se le revela cada vez más profundamente. Ahora sabe cuál es el propósito de su existencia, su razón de vivir; sabe lo que le aguarda después de la muerte, de modo que puede vivir y morir con confianza porque su esperanza es ciertísima.
¿Cuál es el clima que debiera palparse en el hogar de este hombre? Sabemos que tendrá que enfrentar las dificultades y problemas de vivir en un mundo caído, él no vive en una burbuja de cristal; por momentos luchará con el desánimo y el abatimiento de espíritu, tiene luchas con sus propios pecados. Pero aun así permanece la pregunta, ¿cuál debiera ser el clima prevaleciente en el hogar de un hombre, de una mujer, que ha sido salvado por la gracia de Dios, que ha recibido todos los beneficios de la obra redentora de Cristo? ¿Cuál es la atmósfera que debe caracterizar ese hogar?
¿Debería ser un lugar lúgubre y sombrío, tenso, sin alegría? ¿O debería ser un lugar en el que, sin ser ligero y superficial, se perciba generalmente un clima de gozo, gratitud a Dios y alabanza? Dice en el Salmo 118:15: “Voz de júbilo y de salvación hay en las tiendas de los justos”. Dios espera que en la casa del justo se escuchen Sus alabanzas. No solo en el contexto más amplio de la adoración en el templo, sino también en el contexto más privado de la vida familiar.
Llama mi atención cómo en el libro de Deuteronomio Dios insiste una y otra vez en el hecho de que nos gocemos con nuestras familias en las bendiciones de Dios (Deut. 12:7, 12, 18; 14:26; 16:11, 14). El énfasis de estos textos no está en el deleite y el gozo individual del creyente en su comunión con Dios, sino más bien en una participación de ese gozo juntamente con los miembros de nuestra familia.
Sabemos que hay momentos en que atravesamos por períodos de crisis; toda familia conoce situaciones así, incluso momentos de tensión. La pregunta es, ¿cuál es el clima habitual de tu casa? ¿Es un lugar donde no son extrañas e infrecuentes las expresiones de gozo, gratitud y alabanza a Dios? ¿Es evidente para las personas que viven cerca de ti que en tu casa Dios es adorado?
No hay una sola cosa en este mundo que pueda llenar el corazón de más gozo y alegría que el hecho de estar cerca de Dios, vivir en comunión con Él y andar en Sus caminos. Dice el salmista en el Sal. 4:7: “Tu diste alegría a mi corazón mayor que la de ellos cuando abundaba su grano y su mosto”.
Los hombres del mundo se alegran en su prosperidad y, sin embargo, dice David a Dios: “El gozo que tú me das es mayor”. Nuestro gozo es mayor. Nada puede sustituir la alegría del creyente que se deleita en Dios. Y cuando somos seducidos a buscar ese deleite en otras cosas de este mundo, el resultado final será, sin duda alguna, tristeza y frustración (comp. Jer. 2:11-13).
Cristo vino a darnos vida, vida en abundancia; Él es la fuente de agua viva que calma nuestra sed; solo en Él podrán nuestras almas encontrar plena satisfacción, satisfacción que se expresa y acrecienta en nuestra adoración a Él.
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