Todos conocemos el dicho: “Si no lo veo, no lo creo”. En esa frase tan popular se expresa en forma llana una de las teorías del conocimiento que más ha calado en el pensamiento del hombre moderno: el empirismo. Según los empiristas sólo podemos conocer aquello que percibimos por los sentidos. En esto concuerdan con los cientistas, quienes afirman que la ciencia es el único paradigma de verdad y racionalidad; según ellos, nada puede ser realmente conocido a menos que pueda ser probado científicamente.
Hay dos clases de cientistas, el fuerte y el débil. El cientista fuerte proclama que una proposición es verdadera o racional si, y sólo si, puede ser verificada por el método científico. De ese modo excluyen la posibilidad de llegar a conclusiones objetivas y razonables acerca de Dios, o de los valores éticos y morales o del sentido de la vida. Los cientistas débiles, en cambio, están dispuestos a conceder la posibilidad de que existan verdades aparte de la ciencia a las que podamos atribuir cierto grado de racionalidad, pero defienden el conocimiento científico como el más valioso, serio y autoritativo que podemos alcanzar como seres humanos.
Sin embargo, aunque los cientistas se presentan a sí mismos como el paradigma de la racionalidad, su teoría se refuta a sí misma y es, por lo tanto, irracional. El cientista fuerte dice que sólo puede ser considerado como verdadero y racional lo que puede ser probado por la ciencia. Pero esta no es una declaración científica, sino filosófica. La veracidad de esta proposición no puede ser probada científicamente. Cabría preguntarle al cientista: “¿Qué concepto de verdad probado científicamente es el que estás usando en tu declaración? ¿Cómo puedes probar en un laboratorio que tus conceptos de verdad y de racionalidad son correctos?” Y en cuanto al cientista débil, su problema es que descansa en la filosofía para probar que las proposiciones filosóficas son inferiores a las científicas.
Los cristianos no limitamos el conocimiento de ese modo. Nuestra fe nos provee una visión más amplia de la realidad, porque descansa sobre una base racional (la revelación de Dios), pero nos permite llegar más lejos que el empirista porque por medio de la revelación divina conocemos lo que no podríamos conocer valiéndonos únicamente de los sentidos y nuestras capacidades intelectuales. Así que en vez de decir: “ver para creer”, decimos como Agustín de Hipona: credo ut intelligam – “creo para entender”. La fe es un elemento esencial para el conocimiento, entendiendo “fe” en este caso como “creencias provisionales en ciertas cosas antes que podamos validarlas por la demostración”. Esa fe produce en nosotros un deseo de conocer mejor lo que ya se cree. Los cientistas poseen esa clase de fe; ellos parten de ciertas premisas sobre las que construyen su teoría del conocimiento, premisas que, como hemos visto ya, no pueden ser probadas científicamente. Ellos también creen para entender. Pero mientras su fe descansa en ellos mismos, la nuestra descansa en Dios y Su revelación.